Con frecuencia, y en manos de audaces juristas, no es una línea lo que separa lo legal y lo ilegal, sino una cinta de anchura suficiente como para que alguna interpretación pueda hacerse en el borde externo, donde la legalidad toca con lo prohibido sin confundirse. Si la encuentran los jueces, fiscales, abogados del Estado y quienes median en el caso Alakrana, existirá. Una interpretación que aleje de la jurisdicción española a los dos somalíes detenidos o una que permita un proceso rápido que remate con su liberación o con el cumplimiento de la condena en su país.

Parece, a veces, que, para compensar décadas de ignorancia o falta de respeto a las normas, se hubiera instalado en la España democrática una especie de sacralización y omnipotencia del derecho para resolver cualquier conflicto, cuyo corolario sería la descalificación total de la política para el mismo menester. En esta ocasión la falta de sentido común y autocontención ha hecho que una mala gestión política haya llevado las cosas a dificultar endiabladamente, ojalá que no a impedir, una solución jurídica.

Convendría decir, en primer lugar, que probablemente lo más lógico hubiera sido no trasladar este conflicto al espacio público. Es un conflicto privado de intereses entre unas tribus somalíes que exigen un peaje, con las formas propias de los conflictos radicales entre ricos riquísimos y pobres miserables, a quienes pescan en sus aguas sin otro límite que su propia y enorme capacidad, y unas empresas pesqueras cuyo cálculo del riesgo esta vez les ha fallado. Llegados a ese punto las partes enfrentadas hubieran encontrado una solución tras negociar la cuantía del peaje a través de intermediarios especializados. Un conflicto privado privadamente resuelto. Pero no ha sido así.

Al convertir el conflicto, ¿era imprescindible?, en asunto estatal por razón de las aguas internacionales en las que se faenaba ¿sí?, ¿siempre?, tocaba pensar cuál, el jurídico o el político, era el tratamiento adecuado. Creo, sin duda, que el segundo, pero han sobrado precipitación e indiscreción, dos malas consejeras para la buena gestión política de un asunto excepcional. Luego entró en escena el protagonismo judicial y así estamos, en un lío formidable. Ha faltado comunicación entre los poderes judicial y ejecutivo. La separación de poderes es un pilar del Estado de derecho, pero eso no impide que se hablen. No más de lo que suelen hacerlo en otras ocasiones, ¡caramba!

El discurrir de acontecimientos y despropósitos ha dejado a la sociedad desconcertada y enfadada. Les ha fallado su Estado, con su gobierno y con sus jueces; la sociedad que lo financia y sostiene ha hablado por sus mujeres exigiendo verdad, pragmatismo y el mayor esfuerzo a ministros y jueces. ¡Con toda la razón!

Finalmente, el patio político. Una vez más el gobierno quiere al PP callado y lo tacha de irresponsable por criticarle. El PSOE y sus portavoces desarrollan la consigna exclusivamente contra los populares, olvidando las durísimas críticas del PNV. Razonable la petición de Feijóo y encomiable su ofrecimiento de colaboración en lo que pueda. Como Basagoiti. Dos de los políticos populares de la periferia que, afortunadamente, no compadrean con los salpicados por el Gürtel y otras turbiedades, las que explican la extemporánea denuncia de inconstitucionalidad del sistema Sintel.

Y como siempre que las cosas pintan feas, no aptas para la sonrisa, el presidente Zapatero no está. No le ha hecho falta escuchar el consejo de sus asesores de imagen.