El coloso de Dakar, la estatua compuesta por dos figuras -una femenina y masculina la otra- que lleva por nombre oficial el de Monumento al renacimiento africano, ha levantado una ola de protestas o, mejor dicho, dos. La primera, la de quienes ven en ese monumento faraónico un dispendio brutal para un país en el que los 19 millones de euros que ha costado podrían emplearse en otras y mejores causas. Por más que el pueblo senegalés no sea el que peor vive de África, un paro que alcanza el 48% de la población laboral es argumento suficiente como para no gastar en los fastos diseñados por el propio presidente Abdulaye Wade. Sobre todo porque el coloso se ha fabricado -imagino que es ésa la palabra indicada- en Corea del Norte, a mayor escarnio de quienes, en un arrebato de fervor por la doctrina de Keynes, podrían pensar en que los delirios de los poderosos dan al menos de comer a los artesanos.

Pero las mayores quejas no van por ahí. Se refieren al hecho de que la señorita que renace en el monumento se ve ligera de ropas y eso, en un país de amplia mayoría musulmana, levanta ampollas.

La controversia acerca de qué es lo más reprobable, si hay que elegir entre malas prácticas de gestión del dinero público y decencia ausente, no es exclusiva del Senegal, por supuesto. De hecho, y sin necesidad de encargarles a los coreanos monumento alguno, esa misma disyuntiva se nos está planteando aquí de la mano de los acontecimientos a los que nos conduce el hecho de que los fiscales y los jueces hagan su trabajo. El aquelarre montado en los casos Gürtel y Palma Arena alrededor de lo que así, a simple vista, parece que está bastante claro, pone muy bien de manifiesto que no terminamos de aclararnos acerca de lo que es peor, si ser ladrón o indecente. En una versión extrema de la bifurcación de los senderos, hay quien incluso cree que lo único en verdad lamentable es llegar a ser un corrupto visible, aunando ambos improperios.

Si el modelo del Senegal es de aplicación directa a nuestros muy tétricos sucesos, resultaría que lo único exigible es la decencia. Pero no una decencia profunda, unida al ejercicio de las virtudes ciudadanas, sino que bastaría con la superficial que se refiere al vestido y los modales correctos. Así, si los que roban a fondo se acuerdan a tiempo de ampararse en las vestimentas formales, defender la decencia de palabra y obra y poner a caldo a quienes quieren retratarles desnudos sacando a la luz, qué sé yo, las artimañas grabadas en sus conversaciones telefónicas, entonces todo vale. Puede que algún que otro pelma pejiguero (persona tan molesta que ni figura en el diccionario de la Real Academia) ponga el grito en el cielo acordándose de los millones robados con propósitos diversos pero ya se sabe que nunca llueve a gusto de todos. Tiempo habrá, llegadas las elecciones, de reducir a un detalle olvidable, incómodo y felizmente caduco el del empeño de decir que todo robo que se ampara en la supuesta decencia es eso mismo: un robo.