Para unos la transición fue un proceso modélico, que rompe con los cruentos vaivenes de nuestra historia, para otros un pasteleo incalificable, que ha transferido a la democracia vicios y miasmas del franquismo. Más o menos la primera opinión domina entre los que hoy son sesentones, que de uno u otro modo intervinieron en el cambio, y la primera entre los cuarentones y cincuentones. Sea como fuere, podría verse expresada en forma plástica nuestra peculiar transición en los destinos de la estatua ecuestre de Franco de Valencia, que persistió en la plaza de su Ayuntamiento hasta 1986, año en que fue trasladada hasta el patio de la Capitanía General, y ahora, casi un tercio de siglo después de las primeras elecciones, acaba de ser transportada hasta un cuartel más recoleto. El Dictador, que tenía pánico al revanchismo, nunca hubiera soñado tanto respeto post mortem con su efigie.