Madrid ha celebrado una singular efemérides, el primer centenario de su famosa Gran Vía. El 4 de abril de 1910, don Alfonso XIII con el simbólico golpe de piqueta en la Rectoral de la parroquia de San José -para el pueblo la Casa del Cura-, daba comienzo al derribo de los 327 inmuebles sacrificados al gran proyecto urbanístico. Con otras autoridades, acompañaban al Rey el alcalde Francos Rodríguez, excelente periodista, y el jefe del Gobierno el eximio orador Castelar. Para aviso de suspicaces, no vendrá mal advertir la falta de intencionalidad antirreligiosa en el acto; la Casa del Cura estaba allí, no fue elegida especialmente para el derribo ni preferida para el arranque de la calle que iba a significar un largo paso de la urbe en la modernidad opulenta; por fortuna se alcanzó la meta. Muy raro nos parecería el madrileño que turisteando por la Quinta Avenida neoyorquina no sintiera la satisfactoria impresión de encontrarse en la Gran Vía madrileña; nadie se muestra encogido forastero ni en una ni en otra; se consideran como en casa; ambos espacios urbanos son invitaciones permanentes a vivir.

Con ocasión del centenario, la Gran Vía ha sido nuevamente contada con curiosas noticias añadidas a la conocida historia de sus orígenes y antecedentes. Chueca Goitia que tanto y tan bellamente escribió del urbanismo como factor esencial del semblante urbano, concebía la ciudad como un ser histórico con voluntad de influir al hacerse, en la marcha de la humanidad. Por eso se ha dicho que la Gran Vía madrileña nació de una idea política, impulsada por una situación concreta que requería nuevas fórmulas urbanísticas: la pujanza de la burguesía. Costó tiempo y no pocas decepciones la gestación y la realización de la empresa. Es sabido que al tercer proyecto, fue la Gran Vía y que desde la primera construcción (1910) hasta el remate de la última (1955) pasó mucha agua -es un decir- bajo los puentes del Manzanares. Sin embargo, ni el tiempo gastado en la ejecución ni los variados estilos arquitectónicos empleados, ni los diferentes usos de los edificios, ni las situaciones de difícil convivencia vividas por la ciudad, restaron unidad y belleza al maravilloso conjunto. No habría que decir como Lope del Palacio del Buen Retiro, que la Gran Vía nació "como Adán perfecto"; pero tampoco hay que aceptar como infalibles algunos peros de alicortos críticos. En todo caso, parece innegable que el éxito de la Gran Vía es debido en buena parte al pueblo madrileño, al genius loci de Madrid, en grata invención de Tomás Borrás. El pueblo hizo de la Gran Vía el centro cordial de la Villa, donde impuso su exuberante sentido del goce de la vida. Paseador y conversador callejero, curioseador de novelerías trasladó a la Gran Vía, la rica tradición urbana del Paseo del Prado.

Ciertamente el centenario de la Gran Vía no coincide con su mejor momento. Las gentes han comenzado a expresar añoranza de aquel teatro vivo que, sobre todo en la noche fastuosamente iluminada, representaba el Todo Madrid. Recuerdo de un jefe que al anochecer, salía furtivamente de la redacción para "darse un garbeo por el sou de la Gran Vía a la salida de los cines": le encandilaba el espectáculo de alegría, elegancia sobre las aceras de la Gran Vía. Lo de la Movida ya fue otra cosa: quiérase o no, coincidió con el principio de la decadencia de la vía madrileña, famosa en todo el mundo: traía un nuevo concepto de la diversión ("a colocarse y al loro") y muy diferente modelo de elegancia. Esperemos que las alegres y luminosas fiestas del centenario contribuyan al necesario resurgir del espíritu de la añorada Gran Vía: que el mito vuelva a la realidad.