Una vez aclarado por los escrupulosos jueces del Tribunal Constitucional que Cataluña es una nación pero no es una nación y el desnacionalizador que la desnacionalice buen desnacionalizador será, le toca ahora el turno de chapa y pintura al Estatuto gallego. La ley autonómica de Galicia acumula ya algunas décadas de antigüedad que aconsejan su envío al taller: y eso es precisamente lo que se dispone a hacer -aunque sin prisas- el presidente de la Xunta Alberto Núñez Feijóo.

Aquí no habrá problemas con la palabra "nación" que ha ocupado durante cuatro años a los altos funcionarios del Constitucional, gente casi tan quisquillosa como aquellos sabios de Bizancio que gastaban no ya años, sino décadas, en discutir sobre el número de ángeles que caben en la cabeza de un alfiler. El propio Feijóo ha zanjado de entrada ese debate al afirmar que la única nación existente en España es España, aunque esa opinión no sea compartida por los nacionalistas y acaso tampoco por los socialdemócratas del banco de enfrente.

Extraña un tanto la porfía a la que ha dado origen el uso de una simple palabra -"nación"- entre políticos, juristas, magistrados y otros modernos representantes del pensamiento bizantino. Se conoce que las palabras las carga el diablo o, lo que es peor, los gobernantes; pero aun así resultaría temerario ignorar su valor. La propia Biblia declara enérgicamente que en el principio fue el verbo: y nadie ignora que entre los pueblos primitivos estaba extendida la creencia de que aquel que nombrase por primera vez a una persona o cosa se apoderaba de ella en virtud de ese acto bautismal.

De acuerdo con este razonamiento algo mágico, el hecho de dar nombre a un país equivaldría a su apropiación por quien lo define. Aceptada tal premisa y al grito de "regionalista el último", los distintos reinos autónomos de España han acabado por parecerse en su común deseo de elegir el nombre más rimbombante de entre todos los disponibles fuera del registro de la propiedad intelectual. Cataluña patentó en su Estatuto el término "nación" que el Constitucional ha aceptado ahora sin aceptarlo, a la vez que Andalucía recurría a la más perifrástica "realidad nacional" y los canarios elegían para sus islas la denominación de "Archipiélago Atlántico".

En esto, como en tantas otras cosas, Galicia bien pudiera constituir una excepción y no sólo por el hecho de que su Estatuto sea uno de los pocos que aún no ha pasado por el tinte de la reforma para darle mayores poderes y denominación más campanuda al país. Lo realmente notable es que la vieja tribu de Breogán, lejos de cerrarse sobre sí misma, tiende a expandirse por el mundo hasta encajar en uno de los conceptos de "nación" que recoge el diccionario de la venerable doña María Moliner. Es decir: la "comunidad de personas de la misma raza, con los mismos usos, que por alguna razón histórica ocupa un territorio dividido entre varios países".

Nación tan multinacional y trasatlántica como la hebrea, Galicia tiene a casi un quince por ciento de sus teóricos electores fuera de los estrechos límites geográficos del país, pero tampoco es cuestión de liarse con las palabras como hacen los demás. Mucho más apropiado a nuestro caso sería sin duda el título de Confederación Céltica para definir en el nuevo Estatuto a este lugar que hasta ahora conocemos con el sucinto nombre de Galicia. La definición está obviamente inspirada en la Confederación Helvética -también llamada Suiza- en la que, al igual que aquí, abunda el ganado vacuno de tal manera que tanto allá como acá puede afirmarse sin faltar a la verdad que uno de cada tres habitantes es vaca. Si a ello añadimos que Suiza es un país dividido en cantones como los de A Coruña o el compostelano de O Toural, fácil es deducir que a Galicia le encaja tal que un guante la etiqueta de Confederación. Seguro que el Constitucional no nos la echaría abajo.

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