La primera jornada de huelga de los trabajadores del metro de Madrid, para protestar por el recorte de sueldo decretado por la Comunidad Autónoma que preside doña Esperanza Aguirre, fue calificada de "salvaje" en bastantes medios por no respetar los servicios mínimos impuestos por las autoridades. Los servicios mínimos eran tan abusivos, o "salvajes", como los propios recortes de sueldo, de más que dudosa legalidad, pero el uso de ese calificativo fue desechado por los excitados locutores de las emisoras de radio (todas madrileñas) que yo escuché. En sentido estricto, el termino "salvaje" suele utilizarse para designar a los animales no domésticos y a los pueblos que mantienen respetables formas de vida primitiva, pero en el terreno coloquial admite usos peyorativos. O superlativos. Un conocido crítico cinematográfico le llamó recientemente "polvo salvaje" a un fingido apareamiento entre actores. Y en la carta de muchos restaurantes hemos dado en calificar como "salvaje" a la lubina criada libremente en el mar, para distinguirla de la alimentada en una piscifactoría. A precios "salvajes" por supuesto. En el tipo de sociedad en que vivimos, la condición de "salvaje" suele ser atribuida a quienes se resisten a la benéfica acción civilizadora o no aceptan las reglas impuestas desde el poder. O dicho en otras palabras, "salvaje" es equivalente a "forajido". Yo no creo que los empleados del metro madrileño sean unos salvajes o unos forajidos, tal como nos los describen desde algunos medios. Simplemente, han dejado de ir a trabajar porque no están de acuerdo con que les bajen el sueldo. En contrapartida, van a sufrir en su nómina los descuentos correspondientes y recibirán el apercibimiento de apertura de un expediente disciplinario. Si es que se puede probar que su derecho a la huelga conculca el derecho a establecer servicios mínimos abusivos. El resto es un ejercicio de demagogia. Uno más. Por lo que pude oír, la argumentación es variada. De una parte, se atribuye a los huelguistas la condición de minoría privilegiada que tiene empleo fijo y dispone de un medio coactivo para hacer sufrir a los dos millones de ciudadanos que usan el metro, y a los cientos de miles que circulan por la superficie en automóvil de atasco en atasco. De otra, se critica a los sindicatos por hacer una demostración de fuerza con vistas a la huelga del 29 de septiembre, agrediendo a la sufrida población de Madrid, lugar de destino de la mayor parte de las grandes manifestaciones (incluidas aquellas en las que participan los obispos, supongo). En una de esas emisoras, un tertuliano especialmente irritado cargó contra los dirigentes sindicales de CCOO y UGT, "esos señoritos que viajan en coche con chófer dirigiendo tumultos mientras se dan la gran vida a costa del presupuesto del Estado". Y en otra, se jaleó a doña Esperanza Aguirre para que imite la conducta política de Margaret Thatcher, aquella mujer admirable que le "rompió el espinazo" a los sindicatos británicos (y de paso también a la red nacional de ferrocarriles, y a la sanidad y a la educación públicas). El mensaje que llega desde los minaretes radiofónicos es claro: rompamos el espinazo a los salvajes que protestan porque les bajamos el sueldo. No me gusta lo que detecto a mi alrededor. Si al salvajismo económico, que provocó esta crisis, sumamos otros salvajismos, estamos muy cerca de regresar a la selva. Falta poco para que todos nos volvamos salvajes.