Por suerte para la Xunta de Núñez Feijóo, el fuego no está asolando los montes gallegos en la medida que se temía, al menos por ahora. Aunque carecemos de datos oficiales, dada la restrictiva política informativa de San Caetano, cualquier observador puede constatar con un simple vistazo a su alrededor que apenas hay incendios ni conatos y que, a diferencia de otros años, casi no se ven hidroaviones ni motobombas en acción. Con todo, hay que ser conscientes que de aquí a finales de septiembre aún pueden pasar muchas cosas, en función de las variables meteorológicas.

Los expertos, y las propias autoridades, temían que este pudiera ser un verano dramático, habida cuenta de que la primavera lluviosa sembró cumbres y valles de una densa vegetación, ahora reseca y convertida en combustible altamente inflamable por las elevadas temperaturas y la escasa humedad. La preocupación era palpable entre los responsables del operativo autonómico antiincendios, incluso cuando mostraban ante la prensa los sofisticados medios materiales con los que se cuenta en Galicia para combatir esa lacra veraniega, que año tras año nos castiga como una maldición.

Las severas restricciones presupuestarias de la Xunta, de las Diputaciones y sobre todo de los ayuntamientos obligaron a recortar drásticamente las partidas destinadas a la lucha contra los incendios forestales, además de eliminar las medidas preventivas como las limpiezas, desbroces, cortafuegos o renovación del parque móvil y no poder contratar el personal necesario para esas tareas. Eso sí, se procuró que tales carencias no trascendieran demasiado para no excitar el instinto destructivo de los pirómanos ni dar alas a los incendiarios de todo tipo.

Ahora sabemos, porque lo reconoce hasta el propio conselleiro, que esta batalla contra el fuego la está ganando el Ejército. Que Galicia no arda por los cuatro costados no es un éxito de una sociedad civil madura, ni un logro de las administraciones públicas en su empeño de concienciar a la ciudadanía de las consecuencias de esa recurrente catástrofe medioambiental de cada estío. Es el miedo el que guarda el monte. Las patrullas militares, desplegadas por toda la geografía galaica en un número muy significativo, están logrando disuadir a la mayoría de quienes albergan la tentación de prender fuego a los bosques.

Sin embargo, y como país, probablemente estemos todavía muy lejos de ganar una guerra como ésta, que libramos desde hace casi medio siglo. Quizá porque en el fondo es una guerra contra nosotros mismos. La escasa autoestima de los gallegos se evidencia en muchos ámbitos. También en comportamientos como los que nos revelan los informes fiscales y policiales al hacer balance de las campañas antiincendios. Cada temporada son detenidas varias docenas de personas acusadas de provocar, con o sin intencionalidad expresa, uno o más fuegos y generar graves daños al entorno natural en el que ellos mismos viven, incluso sin generar para sí beneficio alguno.

Por acción y por omisión, incendiar o dejar que ardan miles de hectáreas, son conductas demenciales, enfermizas, que denotan un mal de fondo, muy arraigado. Es como si no tuviéramos por propio al terruño en el que vivimos, como si considerásemos que cuando el monte se quema no se quema nada nuestro. Estamos bastante lejos de encontrar la raíz de ese trastorno social o colectivo para después poder plantearnos un remedio radical. Entre tanto, no debemos llamarnos a engaño. Las Fuerzas Armadas no son la solución, porque además tienen otros muchos frentes que atender y no podrán estar siempre ahí. Evitar los incendios es mejor que apagarlos, pero lo óptimo es que no haya manos que prendan la llama, aunque nadie vigile el monte. Y de eso seguimos estando muy, pero que muy lejos, aunque ahora mismo casi no haya llamaradas ni humaredas en el horizonte.

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