Tras bajar los sueldos y subir los impuestos, el Gobierno ha llegado a la sorprendente conclusión de que la gente consume menos de lo que solía. Lo ha dicho con su lengua de números el Instituto Nacional de Estadística, que cifra en un 1,1% la reducción del gasto durante el último trimestre y atribuye tan aflictiva circunstancia al incremento del IVA y a la "continuada" reducción de los salarios. No hay un duro, para decirlo abreviadamente.

Discuten ahora los peritos en Economía si la culpa de la situación la tienen los altos tributos, el paro o la cada vez más escueta paga de los trabajadores, pero eso ya poco importa a estas alturas. Cualesquiera que sean las causas, lo verdaderamente temible es el efecto que tendrá sobre el consumo la huelga de bolsillos vacíos que millones de españoles se ven forzados a hacer.

Es la teoría de la pescadilla que se muerde la cola. Si los consumidores dejan de consumir -como ahora sucede-, el comercio deja de vender; y si el comercio no vende, las fábricas reducen producción o echan el cierre por quiebra. Si las empresas cierran, sus trabajadores van al paro; y si los apuntados al INEM se quedan sin ingresos, no hay dinero para que los compradores compren, aunque bajen los precios. Sobra decir que, atrapado en ese círculo vicioso, el país correría grave riesgo de acercarse a una bancarrota como la sufrida por Grecia o la que ya se huele en el ambiente de la vecina Portugal.

A esto hemos llegado, paradójicamente, por meternos en gastos. La década dorada del ladrillo -anteayer, como quien dice- hizo caer a los españoles e incluso a sus gobernantes en la exagerada creencia de que este era un país lo bastante próspero como para disputar a Francia y Alemania la Champions League de la economía.

Confiados a la quimera del hormigón, muchos ciudadanos usaron entonces las hipotecas que los bancos concedían a caño libre para darse el gusto de los BMW y los viajes exóticos, por más que tales dispendios fuesen manifiestamente incompatibles con la cuantía de sus ingresos. Peor aún que eso, la tentación de los altos sueldos llevó a no pocos rapaces a abandonar la escuela para enrolarse en el ejército de la construcción, que en su derrumbe estrepitoso los ha dejado sin trabajo y sin estudios con los que conseguir otro.

Con dinero fácil y fresco en el bolsillo, la población se lanzó a una orgía de consumo que recordaba a la época de la "plata dulce" en Argentina, justo antes de que la deuda se comiera a ese gran país hasta hacerlo caer en las desdichas del corralito. El Gobierno español, contagiado de ese entusiasmo popular por el gasto, no dudó en sumarse a la fiesta tirando el Tesoro por la ventana con tal ahínco que a día de hoy los cuatro millones de parados disfrutan de las mejores aceras del mundo para pasear su ocio.

Tanto consumo nos ha llevado inevitablemente a la consunción, hasta el punto de que -por primera vez en mucho tiempo- los contables del Estado registran una caída en el volumen de gasto de la ciudadanía española.

Éramos, en fin, una sociedad de consumo y ahora vamos camino de convertirnos en una sociedad de consumidos. Los sociólogos hablan de una generación "ni-ni" formada por los jóvenes que ni estudian ni trabajan, pero tal vez el concepto se haya quedado ya un poco antiguo. Lo que la crisis está gestando es más bien la quinta de los "sin-sin" que, a diferencia de sus felices predecesores, crecerán si nadie lo remedia en un entorno sin trabajo, sin dinero y sin futuro.

Eso sí: estarán a salvo del perverso consumismo capitalista y hasta puede que recuperen el espíritu bucólico de los viejos hippies que tan bien encarnó Zapatero al afirmar que la Tierra no pertenece al hombre, sino al aire. Y los impuestos, al Gobierno.

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