Si algo cabe dejar anotado con trazo grueso en el libro de máximas de estos convulsos meses es que la crisis devora en un suspiro a los dubitativos. En una afortunada metáfora algunos economistas comparan la actual situación española con una descomunal estampida. Cuando el miedo aparece y las reses echan a correr es imposible frenarlas sin el auxilio de un mayoral que reconduzca a la manada con templanza, sabiduría y firmeza. No basta con ciudadanos dispuestos a asumir toda clase de duros sacrificios. Para recuperar la solvencia que estamos perdiendo a velocidad de relámpago hace falta liderazgo. Algo que se echa muchísimo en falta en esta Europa caótica, en esta España confusa.

Nunca la economía española se asomó tanto al precipicio. Lo que antes parecía un escenario de ciencia ficción, que el país dejara de pagar a sus acreedores —en lenguaje llano, la quiebra—, se plantea ahora de manera abierta como una posibilidad factible y no tan remota si los dirigentes de España no actúan de manera responsable.

Los intereses de la deuda, 27.000 millones, empiezan a ser desorbitados. Grecia e Irlanda fueron rescatadas cuando sus bonos rentaban al 8%. Los españoles están al 5,5%. Las pérdidas del pinchazo de la burbuja inmobiliaria y del sobreendeudamiento, causas del desastre español, no afloran por ninguna parte. Nadie quiere asumir que una casa vale bastante menos de lo que pagó por ella ni admitir una morosidad inabarcable.

No creamos las simplezas de los políticos que reducen este crudo panorama a la acción de misteriosos enemigos exteriores, al iluminismo del Gobierno o al negativismo de la oposición. "Los hombres olvidan más fácilmente la muerte de un padre que la pérdida de su patrimonio", sentenció Maquiavelo. Eso es lo que pasa. Los prestamistas —los mercados— temen perder. Unos se alejan despavoridos y generan inquietud. Otros se quedan y cobran mayor precio por asumir el riesgo, en una espiral endemoniada. Recuperar la normalidad no es un problema de confianza sino de solvencia. La confianza es pan para hoy. La solvencia, credibilidad para mañana. La confianza probablemente se recomponga con gestos; la solvencia sólo con medidas profundas y sensatas.

La crisis deja de ser poco a poco mal de muchos para avanzar por barrios. España no despega, pero sí EEUU, Francia, Gran Bretaña o Alemania, con previsiones de PIB optimistas. El lastre más pesado de esta situación no es el disparado déficit, ni la deuda desencajada, ni la ambición de los especuladores, ni los escépticos que en la guerra comercial y geoestratégica entre potencias clásicas y emergentes minan al euro a través de sus socios más frágiles. El problema es el estancamiento. Sin crecimiento, España no tendrá ninguna posibilidad de generar recursos con los que atender sus compromisos. He ahí el rastro que huelen los mercados.

La cosa se agrava cuando ni el médico parece convencido al aplicar su propia medicina. Cuando no se hace lo que se dice o se demora sine die, a ver si con la intención basta. Entérense de una vez los gobernantes. El virus no se incuba durante la Gran Recesión. Permanecía enmascarado desde los años de la opulencia con dopaje de ladrillo y dinero fácil. Medidas como las aprobadas esta misma semana, algunas repetidas, otras improvisadas, varias descartadas hace poco, son incompletas. En vez de seguridad para avanzar en la dirección correcta trasladan el desconcierto de un Gobierno que da palos de ciego esperando el acierto por casualidad pero sin abordar los males en su raíz.

La pereza económica española reposa en dos vicios endémicos, estructurales: una productividad escasa —el valor de lo que fabricamos por cada trabajador— y una competitividad menguante —la capacidad de ofrecer más calidad a precios mejores que los rivales—. Mientras no se corrijan esos desequilibrios cualquier otro propósito será como saciar la sed a cuentagotas.

Enfrentarse a ese toro no es ni cómodo ni indoloro: entraña un coste social y político muy fuerte. El gran arquitecto de Europa, Jean Monnet, dejó escrito que "el progreso de los cambios se mide por la densidad de las resistencias". En economía, lo necesario casi siempre resulta impopular y queda para la historia. En política, lo popular casi siempre resulta innecesario y sólo da para llegar hasta los próximos comicios.

Hay denominadores comunes en los graves casos de países asfixiados: deberes pendientes que los gobiernos prometieron hacer pero que siguen olvidados. Errores de bulto para enmascarar la realidad, lentitud, falta de autoridad... Las medidas comenzaron cuando era demasiado tarde. España, con un colchón exiguo porque ya pocos están en peores condiciones, debe tomar nota y actuar. Ya no queda margen.

Basta de bromas pesadas para desviar la atención alentando polémicas extemporáneas sobre el laicismo, el aborto o el pasado histórico o de promover como causa ineludible una norma para elegir el orden de los apellidos. No podemos perder ni un minuto en legislar para imponer la butifarra y el pan con tomate en los desayunos o en confeccionar presupuestos que son un brindis al sol a mayor gloria del partido dominante. Ya está bien de artificios contables a lo Gallardón para engañarse a uno mismo, atajos hacia el abismo, y de ese eufemístico pacto fiscal a la catalana, un concierto encubierto tan injusto y arbitrario como el vasco. Tal parece que las regiones tienen autonomía únicamente para lo que conviene a sus mandarines. Son las más derrochadoras, las más opacas y a las que menos se le exige en este embrollo.

Se puede hacer mucho y hay que hacerlo con determinación y urgencia. Si alguien no lo entiende pronto, el día menos pensado caeremos del alambre. Europa camina sin rumbo, huérfana, revirando hacia un nacionalismo que la desnaturaliza y transmuta en poco más que una oficina de colocación de elites. España da los tumbos del estudiante indolente. Abre los libros lo justo y el último día para aprobar por los pelos. Pensamos que no pasa nada y que si algo grave ocurre, alguien echará una mano. Las autonomías navegan como si la cosa no fuera con ellas, sin afrontar la gravedad de los hechos. Pero eso ya no vale. Llegó el comandante europeo y mandó parar.

Para embridar tanto descoque hacen falta líderes y liderazgo. Servidores a quienes no les tiemble el pulso al exigir esfuerzo, capaces de tender la mano con gallardía para buscar acuerdos sólidos hasta con el enemigo o de poner por delante de su conveniencia el bien público. En la hora decisiva, es lo verdaderamente necesario.