Por muy parado que esté con sus casi cinco millones de trabajadores sin trabajo, España es un país que se pone en movimiento cada vez que llega la Semana Santa. Fieles a las tradiciones de Pascua, unos catorce millones de vehículos desfilarán en la procesión motorizada que durante estos días recorre las carreteras del país, según los cálculos de la Dirección General de Tráfico.

La cifra de penitentes que este año se apuntan a la Pasión de los atascos no difiere apenas de la registrada desde comienzos de la actual década, cuando el ladrillo hacía carburar la economía y el litro de gasolina costaba más o menos la mitad que ahora. Quiere decirse que, por desfavorables que sean las circunstancias económicas, los españoles siguen manteniendo el culto a la religión del automóvil y al carácter absolutamente sagrado de las vacaciones. Tanto da que haya crisis, que tengamos pagar el coste de dos guerras o que el litro de bencina iguale y hasta supere al del vino.

Para esto no teníamos que hacer una guerra. Los cazas y submarinos enviados por Zapatero a Libia están haciendo todo lo que pueden para rebajar -sin mucho éxito- el precio del petróleo, pero tal esfuerzo bélico parece innecesario a la vista de cómo se comportan los automovilistas en España. Ya les pueden subir a doscientas, trescientas o quinientas pesetas el coste de la gasolina, que ellos seguirán sacando el coche en procesión para cumplir con las devociones propias de la semana más santa del año. Dadas esas circunstancias, tal vez no compensen los 43 millones de euros que el Gobierno destina a sufragar los gastos del bombardeo humanitario al que los aliados someten a su antiguo amigo Gadafi.

Años atrás -bastantes, pero no demasiados-, la Semana Santa se conmemoraba casi por decreto en la vagamente islámica España de Franco.

Las emisoras de radio pasaban a difundir en estos días música religiosa, o como mucho, clásica; los locales nocturnos quedaban provisionalmente clausurados y la contabilidad de las procesiones registraba una afluencia de fieles que hoy sería del todo impensable. La televisión, entonces única, reducía su parrilla a la emisión de piadosas liturgias y edificantes películas de Mandamientos y túnicas sagradas.

Pudiera parecer que esos fervores se hubieran perdido una vez que dejaron de ser obligatorios; pero que va. Simplemente, el progreso económico ha hecho que los españoles cambiasen unas procesiones por otras, sin que ello merme en modo alguno la devoción que profesan a la Semana Santa.

La llamada operación salida -o entrada, en el caso de Galicia- viene a ser ahora la orden oficial de partir para que los feligreses abandonen sus casas y se sumen a la descomunal procesión de coches con la que cada año se honra por estas fechas al Señor de los Cilindros y los tubos de escape. Aldous Huxley ya preveía algo de esto cuando en su alucinatoria -y ahora casi realista- novela Un mundo feliz adjudicaba a Dios el tratamiento de Su Fordería e imaginaba una religión en la que los rituales en honor del legendario Ford modelo T habían relevado exitosamente a la señal de la cruz. La orgía automovilística de la semana de Pasión, que tanto gozo suscitará estos días entre las compañías petroleras, confirma la profética visión de Huxley y revela que, por una vez, la realidad imita al arte.

Infelizmente, lo que los coches necesitan para desfilar en estas nuevas procesiones de Semana Santa es la gasolina, un fluido que -por su escasez- suele desatar guerras desde la cercana Libia al remoto Irak. Los bombardeos humanitarios no han conseguido hasta ahora una bajada de su precio, que ayer se situó en un coste récord de 1,36 euros por litro a pesar de los denodados esfuerzos del Gobierno español y sus aliados en Trípoli. Casi tan preciada como la sangre de Cristo -y la de los libios-, la gasolina empieza a ser lo único santo de esta semana de Pasión.

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