No hace muchos años se supo que el teléfono no es -como hasta entonces se creía- un invento de Alexander Graham Bell, sino de un desconocido italiano, Antonio Meucci, al que el pícaro usurpador le había madrugado la patente. Los americanos lo reconocieron en un elogiable acto de honradez que, si bien no habrá de servir de particular consuelo al pobre Meucci, restituye al menos la verdad histórica sobre los orígenes de ese ingenio al que tan agradecidos están los accionistas de Telefónica.

Ni siquiera un país de grandes inventores como USA está, por lo que se ve, a salvo de que le cuelen alguna imprecisión histórica en el registro de patentes.

También los gallegos tenemos, a nuestra modesta escala, fama de ser gentes de gran capacidad de invención: y no solo en el terreno de la literatura donde Cunqueiro sentó plaza de escritor de fábula. Sin ir más lejos, los famosos "chistes de gallegos" tan populares en Latinoamérica suelen describir a los naturales de este país como notables inventores. Se nos atribuye, por ejemplo, la invención de la "linterna con batería solar", de los "fósforos a prueba de fuego", del "ventilador accionado por el viento "y del "paracaídas con apertura por impacto", entre otras obras señeras que revelan el ingenio de los galaicos.

Sobra decir que las anteriores son más bien bromas de tipo étnico que tanto pueden aplicarse a los gallegos en América como a los polacos en Estados Unidos, a los leperos en España o a los belgas en Francia. Aun así, los imaginarios inventos que se nos atribuyen son tan literalmente fabulosos que bien merecerían haber salido del caletre de cualquier galaico, dada la natural tendencia a la excentricidad y el decidido amor por lo improbable y lo fantástico que son rasgos distintivos de la tribu de Breogán.

Chistes al margen, algunos de los más populares inventos de mundo moderno son un claro producto de la imaginación gallega. Véase, por ejemplo, el caso del futbolín, que fue ideado hace ya más de ocho décadas por Alejandro Campos: un gallego elegante, liberal y lógicamente republicano. Más conocido por el seudónimo que tomó de su villa natal, Alejandro Finisterre concibió este popularísimo juego durante la Guerra Civil, con el propósito de aliviarles las tardes de lluvia a los chavales de un hospital en el que entonces se encontraba.

Ya en el exilio, Finisterre perfeccionó su invento, construido inicialmente con galleguísima madera de boj; si bien no tuvo gran éxito con la comercialización dados los procelosos ambientes en que se desenvuelve el mundo del juego. Nada de ello quita que a este gallego, escritor de pluma feliz y editor de León Felipe, le corresponda un lugar en la Historia como inventor del ingenio mecánico que en cierto modo precedió a los actuales videojuegos.

Menos conocido aún que el del futbolín es el caso de la calculadora que, según una reciente pesquisa, fue inventada por el estradense Ramón Verea. La Verea's calculating machine, patentada en Nueva York en 1878, fue la primera que permitió realizar automáticamente las operaciones de multiplicar y dividir. Ya existían otras máquinas de cálculo, por supuesto, pero eran modelos mucho más burros y por tanto incapaces de ir más allá de operaciones elementales como la de la suma y la resta. Dentro de la rudimentaria técnica de la época, la calculadora de Verea fue, en cambio, un avance crucial hacia los complejos cálculos en los que acaso se funden los modernos sistemas de informática.

Emigrantes los dos, ni Finisterre ni Verea alcanzaron la fama que sin duda merecían sus ingeniosos inventos. Aun así, sus aportaciones a los dominios del entretenimiento y el cálculo delatan una vez más la rara facilidad de los gallegos para la ficción, la fábula y, en definitiva, la creación. Nada de particular en un país que logró la invención (es decir: el hallazgo) de todo un Apóstol con su Xacobeo adjunto.

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