Estamos mal y aparecen síntomas de que podríamos estar peor. En el quebradizo terreno de la paz social ocupar fincas y asaltar supermercados son malos síntomas. Gordillo es un dirigente experimentado con notable respaldo electoral en su pueblo. Sabe de qué habla y lo hace con crudeza y rotundidad. No es fácil rebatirle porque argumenta desde fuera del sistema cuestionando sus raíces. Es evidente lo que dice. El sistema se mantendrá mientras garantice unas mínimas condiciones, no ya de bienestar, sino de supervivencia a todos los ciudadanos. Con sus desigualdades, desequilibrios y disfunciones el capitalismo está sólidamente establecido y no es combatido en la práctica ni por la sociedad ni por ningún partido parlamentario, ni de derechas ni de izquierdas. No hay alternativa porque los modelos aplicados desde los dos extremos fueron, decididamente, mucho peores. Ahora bien, si el sistema no funciona y lanza a la gente a la desesperación carecerá de argumentos para defenderse de sus críticos. Lo que el sistema define y castiga como robo en sus leyes penales, no es sino legítima lucha por la supervivencia para aquellos a quienes desampara, estado de necesidad. Es ridículo atacar a Gordillo con argumentos personales, jurídicos o ideológicos. Tiene votos, ideas y astucia política así que mejor harían los responsables del tinglado en tomar nota de estos síntomas antes de que cunda el ejemplo.

También hay síntomas de que nuestro modelo territorial no marcha bien. Hace ya más de diez años que, inútilmente, voces autorizadas advirtieron de sus excesos y propusieron remedios. Siendo la reforma constitucional, sencillamente, impracticable, solo la crisis pinchará la burbuja autonómica y forzará, ya lo está haciendo, los ajustes del autogobierno. Los hay llenos de buen sentido, Feijóo ha hecho algunos, pero otros como la reducción a la brava de parlamentarios autonómicos es un mal síntoma. Si hubo diputados en el Congreso que durante varias legislaturas se desentendieron por completo de sus tareas en la cámara porque dedicaban todo su tiempo a responsabilidades municipales, la mayoría de los parlamentarios trabajan seriamente en las comisiones según su especialidad y en los plenos según su responsabilidad, y se relacionan activamente con sus electores. Se apela a la demagógica y no verificada cifra de los 430.000 políticos para justificar las reducciones drásticas de escaños en las 17 cámaras autonómicas que no suman más de 1200. Saber cuántos políticos tenía, por ejemplo, el ayuntamiento socialista coruñés allá por los ochenta y noventa nos daría alguna pista de cómo llegar a la enorme cifra. Reducir el número de parlamentarios sólo por ahorrar puede terminar con la desaparición de las asambleas autonómicas y hasta de las propias comunidades, como parecen perseguir Esperanza Aguirre y algún otro. Para no confundirlos Feijóo y Puy deberían explicar si la eficiencia de la cámara gallega se verá o no afectada por la reducción. Esa y no los cálculos electorales es la verdadera e importante cuestión que nos tiene que preocupar y que nos deben aclarar.