Hoy -por ayer- les escribo tarde, mal y a rastro. Después de una intensísima y larga jornada, he dedicado unos escasos minutos a hacer algo de deporte, por aquello de intentar mantener mente y cuerpo razonablemente engrasados para la vida diaria. Con todo, adolezco en este momento del efecto beatífico de una ducha, pero araño un tiempito más para enviar un artículo que debería estar escrito ya hace dos horas. Ahí vamos...

Y hoy con un tema que tiene que ver con la actualidad. Ya están viendo ustedes, y no hace falta que las pongamos aquí negro sobre blanco, las cuitas que están teniendo algunos gestores públicos con la Justicia, por presuntos delitos cometidos en el ejercicio de sus funciones. El caso es que lo que salga de ahí trasciende con mucho lo que les quiero contar, y eso ya está en los cauces y organismos oportunos. Podríamos abrir muchos debates a partir de aquí, como el de las formas y los modos, por ejemplo, u otras cuestiones. Pero eso es harina de otro costal. Déjenme que me centre y exponga, pues, mi tesis.

Y esta va a lo más esencial del asunto: a la ética y la estética. En la gestión pública, como en la vida, la transparencia es un grado. Y la ética, un postulado fundamental que nunca debe ser conculcado. Si a todo eso sumamos una buena estética, mejor que mejor. Y por estética quiero conglomerar esa misma praxis ética más una forma de hacer, un desempeño, compatible verdaderamente con esa ética. La mejor persona, el mejor gestor, puede ver su reputación empañada por un quítame allá esas pajas, por aceptar cualquier tontería, o por no saber decir que no a quien busca donde no debe encontrar. En eso, en la gestión pública, los comportamientos tienen que -y deben- ser ejemplares.

Estaba yo hace unos años en un seminario sobre ética y organizaciones transparentes, organizado por una importante escuela de negocios. Y, ya entonces, se insistía en la importancia de aquella ética y estética. Las organizaciones -también las Administraciones Públicas- tienen un activo intangible muy importante en su reputación. Y la misma es directamente proporcional a su capacidad de contarnos sus entresijos. Si somos capaces de fundamentar nuestras acciones, separar los procesos correspondientes a cada una de sus acciones, asignándoles responsables, y medir el impacto de las mismas en dicha buena reputación corporativa, empezaremos a tener un mapa de cuál es el índice de transparencia y la capacidad de hacer bien las cosas de todos sus componentes. Si, por el contrario, nadie sabe quién hace qué y de qué es responsable, y los procedimientos -por ejemplo, de contratación- no tienen responsables claros, con tareas bien definidas, indicadores cualitativos y cuantitativos predefinidos y bien aquilatados, y todo está en una especie de nube donde no se prefijan los sistemas de control de dicha transparencia, las organizaciones están en riesgo desde este punto de vista.

Nos jugamos -todos y todas- mucho, muchísimo, con este tipo de cuestiones. La democracia es el mejor sistema de gobierno que hemos podido inventar a día de hoy, y su éxito está íntimamente relacionado con la buena reputación corporativa de sus instituciones. De todas. Independientemente de los resultados de todo lo que está pasando, tema sobre el que no tengo ni idea y deseo a todos sus actores justicia y equidad, no nos conviene a ciudadanos y ciudadanas que se viertan dudas -fundamentadas o no- sobre la praxis general de las instituciones que fundamentan ese Estado de Derecho. Para contrarrestar esto, honradez y seriedad en la gestión es algo que ha de ir en el ADN más básico de todos los gestores, y que se les ha de suponer como un elemento muy básico de su desempeño. Pero hace falta mucho más. Como dice un buen amigo mío, hace falta transparencia, transparencia y, como no, transparencia. Esto es el mejor antídoto de la arbitrariedad, la componenda, el capricho o el apaño. Hace falta creernos, en cada minuto, que operamos con lo de los demás, en beneficio de toda la comunidad. Con tal regla, no es tan difícil no desviarse...

jl_quintela_j@telefonica.net