En recuerdo de Andrés Carlos Crespo,

que en la Ortigueira nuestra, materna

como un árbol, fue portero de interminables

partidos infantiles soñados todavía.

Aunque una escuela ausente y una instrucción escasa permitan proponerlo como causa por la que se pudiera matar noblemente más que morir, el fútbol solo es un juego. Un juego serio y hermoso de cuyo encanto se han adueñado los mercaderes más bufos o más desaprensivos. Dígalo aquel Gil y Gil, tan ostentóreo; dígalo este imperial Lendoiro con su patente de "buen gestor", que veló el saqueo.

El fútbol es también, por naturaleza, un juego comprometido y generoso con los humildes, que, en legión y por doquier, corren y corren tras una mísera y desdichada pelota -propia o impropia, pero siempre condolida- para espantar corriendo el castigo oneroso de su destino.

Un buen día, sin embargo, los poderosos, que lo habían desdeñado casi siempre, vieron en él una magnífica oportunidad de negocio, largo y suculento, y, en su afán de gestionar eficazmente las masas, los barandas repararon en que hábilmente presentado como una seña de identidad y aderezado sabiamente con un punto de honor, el fútbol movería con fuerza a toda gente.

Comenzaron a manejarse entonces cifras escandalosas para pagar a los héroes de una épica sin moral y a sus pies se rindió la Agencia Tributaria por encortinar ricamente el fraude y la impostura.

Todavía en tiempos de Franco, cada Primero de Mayo -San José Obrero y aún San José Artesano, para el régimen-, TVE emitía con empeño militante la inacabable sesión de un espectáculo folclórico y deportivo que incluía al menos un partido de fútbol intrascendente. Solo por sujetar en el bar a quien tuviera en justicia algo que reclamar y, a contra ley, estuviera dispuesto a arriesgarse manifestándolo así en la calle.

Con la misma aplicación, para multiplicar el efecto placebo de la "educación" y la "cultura" que había alumbrado, el presidente Zapatero recurrió cuanto pudo al deporte como instrumento de alienación masiva que escondiera la olla podrida y con impudicia reservó para sí las competencias gubernamentales en materia deportiva. Solo por fotografiarse con gasoles y nadales y atribuirse subliminalmente el éxito de los campeones, cuando la risa verde del Santo Niño era ya mueca y él mismo se precipitaba, arrastrándonos, hacia el abismo en que habitamos desde aquel tiempo.

Así las cosas, la necesidad de alimentar al monstruo burocrático que lo saprofita y el propósito espurio de utilizar el fútbol para amansar a los desposeídos, explican la invención creciente de copas, recopas y requetecopas. Como la Copa Confederaciones, un título menor aunque España, que no lo mereció, lo hubiese logrado.

Y mientras el disputado Neymar Jr., por quien hemos dado lo que quizás no tuviéramos, habrá de hacer algo más que mimarse la cresta o declarar que ya habla catalán en la intimidad para ganarse aquí la fama que de allá trae, en los más apartados confines de nuestro malhadado planeta, en esas inhóspitas regiones tomadas por el dolor de la injusticia, descalzos pero con el fútbol en el corazón, ejércitos de niños excluidos corren y corren sin tregua detrás de un balón. Acaso por instinto. Acaso por aliviar su pena. Acaso por quebrar su destino.

Con ese don de sufrir lo innecesario, no saben los desheredados que nunca es suficiente correr y correr para alejarse.