Conservo un pequeño artefacto que me regaló para controlar el estrés: una bola de acero movida sobre un eje por el dedo pulgar. La mano la ocultaba, pero noté el ajetreo dactilar y me explicó el motivo. Charlábamos en la cafetería del gran edificio de Antena3 TV, que él fundara y presidía. "No pareces muy estresado", comenté. "No creas. Pero algo ayuda este chisme". Eran los tiempos heroicos de las televisoras privadas. Grandes inversiones y esfuerzos infinitos para rentabilizar en plazos imposibles y no irse a pique. Ambos acabábamos de firmar, representando a nuestras empresas, un convenio de colaboración radiofónica en cadena. Se había hecho más fuerte la vieja amistad de otros tiempos heroicos, los postuniversitarios del cine de arte y ensayo, las tribunas ciudadanas y aquellas cosas que hacían soñar con una pronta libertad.

Manolo ya tenía en su haber una ficha de estrella televisiva, dirigiendo y presentando un espléndido espacio informativo en el prime time de la pública. Como ejecutivo de su propia tele no se descolgó de las ilusiones compartidas ni del lado visible de la pantalla. Con su íntimo Luis Ángel de la Viuda seguía dando la cara en un diálogo diario, también nocturno, después de extenuantes jornadas de organización creativa, con miles de contactos para consolidar la base comercial de "la privada". Se las apañaba para no aparecer cansado, aunque lo estuviera a tope. "Hay que hacer de todo", comentaba con amable retranca galaica. Después de la epopeya televisiva, la columna escrita fue hasta el último día su catarsis de periodista inagotable, su espacio de compromiso, de inteligencia y de estilo. Además de duro, es extraño hablar del último día de un colega literalmente coetáneo. Manuel Martín Ferrand siempre fue riguroso en la lealtad a su ideario liberal, por encima de la coyuntura polítca. Analista crítico y argumentador sereno, tuvo demasiada clase como para dejarse envolver en el mangoneo de los partidos.

Solo una vez discutimos, sentados ambos en el jurado de un importante premio a las Artes. Defendía la candidatura de Rocío Jurado, que me pareció una broma. Cuando vi que iba en serio, traté de entenderlo y me lo puso fácil. Ya no usaba el fetiche oculto en la mano, e intentaba ver el mundo abierta y desprejuiciadamente. Su candidata podía ser tan buena como cualquiera otra para quien, como él, cuestionase los estereotipos académicos. No volví a verle, pero el prematuro adiós del gran señor y mejor amigo me mueve a rebuscar el boliche antiestrés. "Algo ayuda este chisme".