A Víctor Serantes in memoriam:

Lémbro-me agora que tenho de marcar um encontro contigo, num sítio em que ambos nos possamos falar? Esse sítio podia ser, até, um lugar sem nada especial, como un canto de café, em frente de um espelho que poderia servir de pretexto para reflectir a alma, a impressâo da tarde, o último estertor do día antes de nos despedirmos?

Cuando yo era mocito, en Santa Marta de Ortigueira los días del invierno, surtidos de variadas escaseces, transcurrían entre bombillas de luz mortecina y tercas goteras golpeando perpetuas una tina de zinc.

Bajo la mirada "revirgísima" de Franco y José Antonio, cuyos retratos presidían las aulas flanqueando un crucifijo, un viejo rencor de isla atenazaba la escuela.

Ni la Enciclopedia Álvarez ni los tinteros de porcelana blanquísima ni el queso anaranjado de la ayuda americana contribuían a la superación de la tristísima precariedad.

La literatura, vituperada o proscrita, no fue fábrica de sueños, y una poesía deleznable, ñoñería o propaganda, divulgaba estúpidamente los principios básicos del nacional-catolicismo: "El Niño Jesús nació en un pesebre,/ donde menos se espera?"; "Tres jueves hay en el año/ que relucen más que el sol?"

En tales circunstancias, Campoamor -"Mi carta que es feliz pues va a buscaros?"- resultaba un hallazgo misterioso y el arrojo bien plantado del pirata de Espronceda, cuya canción recitábamos de corrido, encendía en nosotros una rara y febril agitación interior.

Pero, au-delà del ripio o de la vaga emoción, tampoco la poesía fue revelación o deslumbramiento. Tampoco celebración o consuelo. Aceptábamos la pobreza porque sabíamos de siempre que el oro era tasado, mas nunca entonces alcanzamos la certeza de que cuando un poeta "entrechoca palabras", un mundo aflora.

En aquella esquina atribulada, ni siquiera el cine ayudaba. Contemplábamos con indecible ilusión las sacas, grises y redondas, cuando los mozos las depositaban en el suelo de la administración de los coches de línea, justo debajo de un cartel que reprobaba la blasfemia y al lado mismo de una escupidera de peltre.

Finalmente, ante la hondura de la tragedia del padre Damián, el público se resignaba a la estrecha inmediatez.

Éramos solos y llevábamos abierto un agujero enorme en mitad del pecho. Éramos solos ante el invierno y ante el abismo frente al que gritábamos y gritábamos hasta escuchar un eco más solo todavía.

Éramos solos buscando nada ante horizontes negados. Éramos solos en aquella época abatida hasta que un airecillo tibio y amable, que llevaba en sus brazos "un racimo de cantos", nos rescató al filo de una tarde inopinada.

Aquel verano -como otros después- geólogos holandeses, becados por la Universidad de Leiden, acudieron al pueblo para recoger muestras de la Capelada (Quae est apellata?) y estudiar en el cabo Ortegal toda la antigüedad del mundo.

Participaban jubilosos del ajetreo festivo, del sol y de la playa, y por alguno, que consigo trajo a su familia, nosotros supimos de la vida de la Tierra, de la tierra que pisábamos? Por su hermana, amasada de nardos y de oros como Galatea, conocimos los destellos del viento y aquel laberinto de soledades que había sido la infancia se iluminó de repente.

El recuerdo de aquel incendio lejano barniza aún los adentros con cálida turbación, pero éramos solos y seguimos siendo solos? Solos en el rigor de todos los naufragios? Solos bajo el sol de todas las derrotas? Somos solos y, cuando el día se viene al suelo, solos soñamos el desvaído hechizo de un verano, la majestad apagada de un beso único.

El otoño nos fue escombrando hacia un invierno inminente que se anuncia helador? La belleza se fue volviendo escarcha? Afuera llueve muerte sin cesar? Mientras, nosotros, solos, soñamos?

?Tuve un amigo geólogo que sentía en sus pies el pulso de la Tierra y cuya voz -grave, telúrica- de allí ascendía hasta su garganta como un magma? Para explicar que somos solos, pero somos los mismos desde hace cientos y miles de años; que somos solos, pero somos los mismos: estos y aquellos, los de allá y los de siempre, los que han de seguirnos y los que vendrán luego?

Antía, Martina, Cristina, Hugo, María? serán sus nombres y no aceptarán ellos la forzada tarea de morir.

Como los olivinos y las dunitas y los granitos negros? Como el Ortegal? Como la Tierra... Como la voz aquella?