Por la fiesta de Lisboa y antes del partido, merecido éxito de la marca España, pensaba dedicar toda la columna al fútbol y a las lecturas que me han abducido esta semana. Recuerdo, por ejemplo, el desconcierto de la izquierda exquisita en los sesenta al descubrir que Rafael Alberti era el autor de la Oda a Platko, portero húngaro del Barça allá por los años veinte, y el alivio de la izquierda de a pie acomplejada por emocionarse con su equipo y en privado, incluso, con la selección. ¡Cuántas dudas y malos deseos en la final del 64, 2 a 1 a Rusia, y con Franco pletórico en el palco! El opio del pueblo que el general regalaba dejaba de estar proscrito por el antifranquismo. Querejeta y Chillida, los dos de la Real, contribuyeron también al buen fin. "La portería, decía el escultor, portero donostiarra, es el lugar tridimensional del campo, es donde ocurren todos los fenómenos complejos del fútbol, cosas que tienen que ver con la geometría". Vicente Verdú veía en el arquero a la madre protectora de todo el equipo y Eduardo Galeano se apiadaba del meta despreciado por aquel gol por una hinchada olvidadiza de sus proezas anteriores. La hinchada, esa tribu dispuesta a todo por su club de la que escribe John Carlin con humor y contención británicos. Y el futbolista, el ídolo entronizado o caído como aquel Souto Menayas perdido para el fútbol por lesión y cuestionada su honorabilidad con cuyas desventuras nos emociona Ramiro Pinilla en Aquella edad inolvidable. Al fútbol, en fin, quería yo homenajear hoy rematando así el impulso, el centro medido de Carlos Fernández Santander, el historiador coruñés autor de A bote pronto que descubrí en la Biblioteca González Garcés estos días y de una de las más completas biografías de Franco. En eso andaba yo pero me distrajeron del intento los inquisidores del reino que nos han llevado estos días a perder el oremus.

La explicación torpe de un crimen, una frase infeliz de disculpa, un feo gesto en la grada, los desahogos de unos hinchas en la Red o un calentón del alcalde de Sestao hace un año ha levantado a los inquisidores, dicen que en defensa del honor, del feminismo, del respeto al pueblo judío y a la inmigración. ¡Hay que limitar la libertad de expresión! Hasta en la Universidad los sindicatos piden la dimisión del presidente del Consejo Social porque opina como no debe, faltaría más. La comunicación ya no es monopolio de ilustrados que acotaban su expresión salvo en los parlamentos. La tecnología permite que cualquiera, necio o bruto, dispare desde su teclado, desde el anonimato de la grada se grita todo y un desliz o un calentón lo tenemos todos. Aféense esas expresiones espontáneas, pero privar a alguien de su empleo, pedir dimisiones, hundir legítimas aspiraciones, criminalizar toda expresión grosera, incómoda o tonta es demasiado. La injuria, la calumnia, el racismo y la discriminación requieren para serlo que el acusado conozca el alcance lesivo de sus palabras y que obre con intencionalidad. Y hay que ponderar las circunstancias de tiempo, lugar, edad, cultura y situación de la expresión y su autor. Los episodios puntuales, ni organizados ni premeditados, que no proceden de una reflexión sosegada, ni imparten doctrina, ni hacen proselitismo, no pueden criminalizarse ni dar pie a coartar la libre expresión. Abundan en los medios, en la Red y en la calle contra personas, instituciones y profesiones, ¿todos a la cárcel? Calma, inquisidores. Y, por favor, no dejen de votar, con cabeza a poder ser.