En los años cincuenta del pasado siglo, querida Laila, siendo un crío, caí enfermo de unas fiebres tifoideas que me pusieron al borde de la muerte. El médico de la seguridad social, que entonces solo alcanzaba a los asalariados, le aclaró a mi padre que la única posibilidad de salir adelante era la cloromicetina, a la sazón un medicamento nuevo que no "daba el seguro", como se decía entonces, y que resultaba escaso y caro. Mi padre pidió al médico que extendiese la receta, luego fue a un farmacéutico amigo y le pidió que le consiguiese y adelantase el medicamento con el compromiso de pagarlo si no lograba obtener la autorización del seguro para adquirirla. El farmacéutico accedió, yo me tomé la cloromicetina y salí adelante. Sé, por el relato de mi padre, que con la receta del médico se dirigió a no sé qué funcionario pertinente y llegó a argumentarle que no entendía cómo Franco alardeaba de fomentar la natalidad y de proteger a las familias numerosas si después el "seguro" dejaba morir a un crío por resultar demasiado caro un medicamento imprescindible. El caso es que consiguió luz verde a la receta y todo se arregló, si bien el funcionario pidió que se le presentasen los envases vacíos, al parecer, para evitar la posibilidad de especulación o estraperlo. Medida que, recuerdo, a mi padre le pareció tan ofensiva como inútil cuando el objeto de un posible fraude siempre sería el contenido y no el continente. Pero, en fin, con toda probabilidad se trataba únicamente de cubrir las espaldas del funcionario.

Esta anécdota me vino a la memoria, querida, al conocer el problema angustioso que están sufriendo en España los enfermos de hepatitis C, imposibilitados de acceder a un nuevo medicamento, eficaz al parecer en más de un 90% y extremadamente caro. ¿No podría la ministra Mato hacer algo semejante a lo que mi padre hizo? Pues no parece. Desde el Ministerio de Sanidad se dice que están negociando el precio con los tiburones de la farmacéutica de turno y mientras tanto solo autorizan a cuentagotas algún tratamiento en casos desesperados, añadiendo a los demás enfermos graves la tortura del miedo y la incertidumbre. ¿No sería más lógico empezar por suministrar los medicamentos a los afectados, para negociar, después o al tiempo, precios y condiciones?

Esta impresentable situación es muy reveladora de cómo se ejerce la representación pública y el poder según a quienes afecte. Cuando las decisiones políticas o administrativas que se toman tratan de embridar a los más débiles y vulnerables, se ejerce la autoridad y la fuerza sin miramientos ni ambages, pero cuando afectan a los poderosos todo se vuelve comedido, melifluo y diplomático. Esto es lo que se percibe, un día sí y otro también, en el estilo general de gobierno que venimos padeciendo.

¿Qué pasa? ¿No puede todo un Ministerio de Sanidad obligar o presionar eficazmente a una farmacéutica para que suministre de inmediato un producto imprescindible para la salud de determinados ciudadanos, al tiempo que se negocia la compensación económica pertinente? La pertinente, pues no debemos olvidar aquellos factores de mercado salvaje que encarecen abusivamente un producto, barato en sí, de primera necesidad. Si el Ministerio de Sanidad no puede hacer esto, el fracaso es evidente y solo cabe la dimisión o el cese de una ministra inútil. Pero peor sería que la señora Mato no quisiera solucionar el problema por alguna complicidad u oscura coincidencia de intereses.

Parece claro, querida, que si la ministra Mato no arregla el problema de inmediato porque no pueda o no quiera, solo cabe su cese fulminante y así la hepatitis C solo se lleve a la ministra. De su cargo, claro está.

Un beso.

Andrés