Nadie duda de que la lectura es fábrica de personas. De personas más acabadas que debieran ser mejores también. Ni siquiera quienes nunca leen discuten la importancia de la lectura en la construcción de individuos.

Ella forja la inteligencia, nutre la imaginación y, si hablamos de los clásicos, aún contribuye al logro de una educación sentimental, ponderada y adulta.

Además, proporciona información y pone a los lectores en la senda del conocimiento que debe fundamentar el criterio, la opinión libre.

Lástima que, pese a todo lo antedicho, quien porque manda pudiera estimularla, guste más de hacer retórica sobre la importancia de la lectura en rituales solemnidades que preside un ministro o un conselleiro. Sólo retórica, nada más que retórica, porque en el fondo, las autoridades que lo representan siempre han preferido a las gentes conformes que comían de lo que vomitara el poder.

Por eso, como aunque pudiera parecerlo, leer no siempre es leer, no se leerá más por mucho que cada 23 de abril un cuerpo místico de profesores y alumnos recuerde a Cervantes y lo celebre junto a un baranda de guardia que lo ignora de todo punto.

La lectura debe ser habitual y no rutilante excepción, costumbre recogida e íntima, reflexión y no espectáculo. En soledad, pero trasvolada de gentes y paisajes y dolores, no sólo se compadece mal con el boato oficial de la liturgia sino que también podría disponer el ánimo, sin dios ni amo, tanto para transgredir banderas y fronteras como para asaltar palacios y alcázares inexpugnables.

Sin embargo, porque aunque a veces pudiera parecerlo, leer no siempre es leer, recientes prospecciones de ámbito nacional acaban de confirmar que en España no se lee y aún que se lee menos cada día que pasa.

Uno tras otro, lo viene diciendo de antiguo el Informe PISA, cuya interpretación con azúcar se cocina de oficio antes de publicar resultados. Con frecuencia estremecedora, sabemos por él que alumnos de un sistema de enseñanza universal como el nuestro no entienden lo que leen. Porque leer no siempre es leer.

Entre tanto, las autoridades inauguran escuelas y bibliotecas poniéndose estupendos por disimular que la suya es la condición vil de los "cabestros con gemelos", la miserable condición de quienes con el deber de alentarlo, atentan furtivamente contra el pensamiento libre, y así, las leyes educativas perseveran en disparates que, desterrándola del aula, hacen imposible la aventura de leer.

Desde aquella EGB que proscribiera la redacción proponiendo unas fichas infaustas que el alumno completaba rellenando una línea de puntos con cuatro palabras sin sentido, la enseñanza obligatoria presta más atención a contenidos teóricos, muy prematuros, que a la lectura. Y cuando ocasionalmente la propone, parte de textos dudosos, perezosamente cómplices de los alumnos más contrarios.

Suelen ser lecturas planas y ñoñas que algún crítico independiente calificó de "basura académica" con la que nunca, en fin, podrían aprender y gozar lo que aprendieran y gozaran con la Biblia y con Homero y con El Conde de Montecristo y con Los tres mosqueteros y con muchos cuentos de Poe y de Clarín y de Cristina Fernández Cubas y de Galeano y de Monterroso y de Aldecoa y de Llamazares y de Pereira y de García Márquez y de Chejov y con muchos de nuestros romances y con algún poema de Miguel Hernández y de Antonio Machado y, por supuesto también, con las aventuras de Guillermo Brown?

Pero el "sistema", que es responsable de esta aviesa barbaridad ha desacreditado y perseguido hasta la extinción a los maestros de "primeras letras" -como lo fue mi abuela- y tiene a mano sin embargo a un ejército de psicopedagogos que en su inopia, pertrechados de sofismas y revestidos de pontifical, podrían desaconsejar la lectura en el aula si ello detrajera tiempo y atención a cuestiones tan inaplazables y principales como el aspecto verbal o los holomorfos.

No se lee en la escuela, mas tampoco leen las familias. Ya no hay quien cuente historias a los niños antes de que se duerman. Apenas hay ya quien se ocupe de ellos ocupándose de que se acuesten. Porque en estos tiempos tan avanzados y tan supertecnológicos, que no sacian sin embargo ni el sueño ni la sed, muchos niños parecen salidos de un cuento tristísimo de Rosario Barros.

Se ha perdido el engarce con la tradición, con la oralidad misma como práctica grupal, esa etapa iniciática en que los relatos se asociaban a una voz, a un rostro, a una caricia, desde la niebla del sueño.

No, no se lee. Las familias han ido perdiendo "las palabras de la tribu" y el poder prefiere un "hombre unidimensional".

Del éxito de tal empeño hablaba no hace mucho Gonzalo Pontón con el peso de quien sabe lo que dice. En una entrevista concedida a un diario madrileño, el veterano editor comunista afirmaba sin ambages que, coincidiendo con esta fase rampante del capitalismo, las ciencias sociales han ido perdiendo lectores aceleradamente. La Historia en particular, acaso porque su desconocimiento permite su tergiversación.

Sin ella, sin ellas, no sería posible entender el mundo y quien no lo entendiera, no podría elegir, que en eso consiste la libertad.

Al cabo, como si el fútbol y el nacionalismo le parecieran poco para enaltecer la vida, el mismo Pontón aseguraba con impropia amargura que la gente que hoy sale de nuestras universidades es también "profundamente analfabeta".

Pero quizás nada de esto importe ya. Quizás los súbditos no sean nunca conscientes del expolio contra ellos perpetrado.