Porque no acepta el hombre su destino con resignación, porque no admite que nace para morir, hubo, en toda época, menester de consolarse soñando. A veces, una vida perdurable, que quisiera gozosa. A veces una muerte demorada en un tiempo que él hubiera logrado finalmente detener.

Coadyuvar al arraigo de tal ilusión es compasivo propósito de la literatura y puede que también la más sólida razón de la necesidad que de ella tiene la Humanidad. Ella consuela espantando aflicciones. Ella es revelación e impone por ello, aun siendo ficción, un compromiso inequívoco con la verdad.

En un celebrado cuento de Poe se narra la historia de un tuberculoso que, en estado terminal, decide someterse a un experimento de hipnosis.

El ensayo pretende, desde luego, aliviar la agonía pero también detener, en la medida de sus posibilidades, el avance mismo de la muerte.

Los admiradores del autor saben que el protagonista muere tranquilo y saben igualmente que lo hace envuelto en una masa de "fatal putrefacción" cuya imparable ruina, una lengua "ennegrecida" que finge vida, se empeña en desmentir aplazando tan sólo el trance por un tiempo.

La fábula, más que aliviarlas, alerta sobre las penalidades que acechan. Recuerda al hombre su pequeñez y su fragilidad, esa condición que bien quisiera él ignorar. Además lo avisa sobre el carácter vano y pueril de cuantas máquinas pudiera inventar para detener el curso de la Naturaleza, que es principio y fin de los hombres y las cosas.

Como otras enfermedades, la tuberculosis, que fue ayer terrible azote, tiene hoy remedio entre nosotros felizmente. No lo tienen, sin embargo, otros males que los ciudadanos sufren todavía. Uno, letal, es la insoportable levedad que propagan nuestros políticos de más rango. Una pavorosa epidemia que amenaza con hacer del país nuestro un aterrador pabellón de incurables.

"Intempestivos comisarios de la razón", Rajoy, Sánchez y Campo Vidal prestaron cara a esa peste en el debate de ayer. Mariano, con lujo de sibilantes se complacía en el encomio de sus pobres éxitos. Pedro-padre, o Pedro-hijo o Pedro-espíritu santo, se engallaba con solo el eco de su cólera y su canto. Y el rescatado moderador era no más que una sombra recién peinada.

En la solemne performance, a la que acudieron con cohorte propia de faraones, los prebostes intentaron palabras que fueron apenas comprendidas y, por una de esas casualidades que castigan también la vanidad de los dioses menores, en aquel espacio de plasma que los dolientes pretendían ocupar resonaron con mayor claridad las voces ausentes.

No pareció importarles a los héticos ni al "perlético". En su noche de piedra, en su agonía suelen los terminales recurrir sin rubor al "mesmerismo". Es un proyecto imantado que distingue sus almas y sus garras.

Es su proyecto el "mesmerismo". No tanto por detener la muerte o por enmascarar la propia descomposición. Ni siquiera por disfrazar en vano la fetidez de sus icores. Ellos, los premuertos, prefieren a los ciudadanos más dormidos que vigilantes porque saben que sólo induciendo letargos podrían estirar su vida.

No saben, en cambio, que vienen ya en sentido contrario. En sentido contrario al de la espera.