Se entiende y comparte mayoritariamente la tranquila satisfacción por el enfriamiento del procés en Cataluña al tiempo que se cruzan los dedos para que prosiga hasta su congelación y que dure en ese estado muchas décadas. Como se comprende y entiende la satisfacción más ruidosa y convencida por la derrota y el desarme de ETA y que sea para siempre. Está muy bien que dos de los grandes conflictos políticos vivos demasiado tiempo se encuentren en vías, si no de solución, que no, al menos de apaciguamiento temporal, de conllevancia. Está muy bien pero aún sería mejor y más fructífera la etapa de calma que se abre si diera lugar a una reflexión de fondo sobre lo que ambos conflictos han supuesto y, lógicamente, sobre sus causas y los posibles remedios para evitar que se reaviven en el futuro. No comparto la opinión de quienes promueven la reforma constitucional para el mejor acomodo de Cataluña, el País Vasco y los que también se apunten. Es una propuesta que circula con éxito entre algunas élites del mundo académico de izquierdas y genera fuertes simpatías en el mundo nacionalista, pero no deja de ser una propuesta confusa, sin garantías de éxito duradero y con una fundamentación débil que provoca críticas de fondo en la propia izquierda que reivindica la unidad, la igualdad y la solidaridad interterritorial. Para Cataluña tras la deriva independentista, la reforma constitucional lo más que puede suponer es una pausa en la marcha hacia la cumbre, como ya dijo ERC del Estatuto de 2006 que no votaron. Para el nacionalismo vasco tampoco la reforma constitucional es un objetivo relevante. Lo es un nuevo Estatuto en la línea del Plan Ibarreche, como paso a mayores metas. No, la reforma constitucional para no incomodar o acomodar las ansias nacionalistas no me parece un acierto, más bien lo contrario. Lo mismo que si se pretende federal, sea en el sentido de aumentar e igualar las competencias autonómicas y adelgazar más al Estado, sea en el de reconocerles la plena condición estatal.

Menos ambiciosas, o más precisamente, menos pretenciosas que la reforma constitucional pero mucho más urgentes serían algunas reformas legislativas que impidiesen eficazmente determinados comportamientos que difícilmente son comprensibles en un Estado de Derecho y en una democracia afianzada pero que, lamentablemente, se multiplican entre nosotros. Sin necesidad de actuaciones por la tremenda, deberían acometerse reformas que impidiesen mantener a un representante ordinario del Estado, eso son los presidentes autonómicos, en permanente actitud de grave confrontación con el Estado como ha ocurrido en Cataluña, hace años en el País Vasco y ahora en Navarra. O que impidan exhibiciones de retórica terrorista y manifestaciones violentas sin armas de quienes siguen empeñados en la liberación nacional. Reformas que, sin estridencias ni estruendo, recuperasen un principio de autoridad sin necesidad de la larga y farragosa espera a la que obliga el Código Penal y sin necesidad de poner a prueba la paciencia de la mayoría ni de forzar un continuo desgaste de energías tan necesarias para el progreso general.

Parece que hemos superado los momentos más duros de los dos grandes problemas provocados por los nacionalismos desde la aprobación de la Constitución en 1978. Han sido años duros y difíciles para la conllevancia pero, si solo a ella podemos aspirar, tratemos, al menos, de que sea llevadera para la mayoría y no tan enojosa como lo ha sido en los últimos tiempos.