Marco Quincio Cincinato pasó a la Historia gracias a una conducta política insólita: cumplir con la tarea que le había encomendado el Senado -derrotar a los levantiscos volscos y ecuos- y marcharse luego para reanudar su vida anterior. Lo nombraron dictador con plenos poderes y, tras la victoria, Cincinato ni siquiera apuró el plazo de seis meses que le concedía su cargo. Rechazó todos los honores y se volvió a su finca y a sus labores agrícolas. Tanto lo ensalzaron que algo resulta evidente: en el siglo V antes de Cristo, y en la Roma republicana, ya se estilaba lo de los consejos de administración y las puertas giratorias. Desde entonces poco ha cambiado. Los altos dirigentes políticos terminan sus mandatos, más o menos abruptamente, y no suelen regresar a su trabajo anterior; a veces porque no lo tenían -mucho político profesional sólo conoce la atmósfera de invernadero de un partido-, o a veces porque la tentación de rentabilizar los años de mandato es demasiado fuerte. Ahora, y por primera vez desde la restauración de la democracia, nosotros también tenemos nuestro Cincinato particular. Un gesto loable en verdad. Una primavera larga e inverniza tuvo a mis brujas adormecidas hasta hace diez días. Mis brujas no tienen nada que ver con las que aparecen en los cuentos, son plantas. Normalmente brotan de sus bulbos por el mes de abril, en hojas nada llamativas, largas y estilizadas. Y de pronto, en un visto y no visto, de ellas surge una flor como podía surgir un suspiro. El asunto es tan inesperado, sorprende tanto por su rapidez y perfección, que parece cosa de magia? o de brujería, y de ahí el nombre. Las brujas son vistosas: su flor, parecida a la del azafrán pero de tallo más esbelto, tiene un hermoso color rosado, y se mece en la brisa tibia con elegancia de modelo. Este año, sin embargo, mis pobres brujas no levantaban cabeza. Meses atrás, cuando, según el calendario, debía correr ya un airecillo templado diluviaba y soplaban vendavales feroces. Las pocas hojas que sobrevivieron al invierno, empapadas y amarillas, se pegaban a la tierra con aire de damas románticas. Tan triste era su aspecto que las creí perdidas para siempre. Pero no hay que desconfiar de los hechizos. Mis brujas son tataranietas de otras que yo había visto florecer, de niña, en el jardín de mi abuela, y éstas, a su vez, de unas anteriores. Deben de tener almacenado mucho poderío en sus genes. Hace quince días nos llegó una primavera perfecta, cristalina, y dos mañanas después un hermoso tallo coronado de rosa me saludó desde la maceta. La tibieza duró poco: al cabo de una semana vino el verano con toda su impedimenta y ocupó el sitio que le corresponde. A mis brujas no les sienta bien el calor; son muy delicadas, y no les ha dado tiempo de enseñar sus hojas verdes. Pero, a su manera, han tenido el detalle esperanzador de cumplir con el ritual de cada año. Contra viento y marea. Como unas señoras.