Era una tarde de otoño de 1988. Aparcamos en las afueras de Betanzos y caminamos por el margen de una carretera bordeada por un muro de hormigón. Un par de coches nos esquivaron sin problemas hasta que llegamos a una hendidura en la pared por la que ascendía, monte arriba, una escalera entre dos tapias. Silvas y enredaderas pobladas de caracoles lo cubrían todo. Tras ascender por la escalera unos diez o doce metros llegamos a una antigua verja de hierro oxidado. Una cadena nueva con candado mantenía mal unidas las dos hojas de unas puertas de forja que apenas aguantaban en pie. Los herrajes que las sostenían se habían desintegrado y ambas colgaban ladeadas. La maleza y algunas tablas de madera no permitían ver lo que había al otro lado y yo ya estaba francamente intrigada, pero mi amigo y guía se negaba a darme ninguna pista. "Es un secreto, una sorpresa" repitió mientras empujaba la puerta haciendo un hueco lo bastante grande como para que pudiésemos colarnos en aquel lugar abandonado.

Una vez dentro miré a mi alrededor. Eran las primeras horas de la tarde, pero el cielo cargado de lluvia filtraba haces leves de luz que acentuaban el efecto mágico del parque del Pasatiempo, un auténtico jardín encantado, habitado por jirafas y mamuts, pirámides, palacetes y fuentes, caravanas de dromedarios cargados de sedas, buzos con escafandra que exploran los océanos y altares con estatuas de dioses paganos.

Nunca hubiera imaginado un lugar así, jamás había oído hablar de su existencia. Un lugar que podría haber sido soñado por CS Lewis, JK Rowling o Tim Burton. Asombrada empecé a recorrer las ruinas abandonadas, sin dar crédito a lo que veía, señalando a cada momento para diversión de mi acompañante.

Hace unos días se derrumbó parte del templete central del estanque; como antes se había derrumbado uno de los muros decorados; como se perdieron docenas de estatuas y los leones de mármol que hoy adornan el Santuario de Covadonga; como se asfaltó una carretera en su mitad y se levantaron naves y almacenes arrasando los jardines; como desapareció más del 80% del parque enciclopédico más singular del mundo, no a merced de cataclismos o guerras, sino por simple y ciega desidia.

Hemos sido bendecidos con tanta riqueza cultural que, como un niño malcriado, lo damos todo por sentado. Permitimos que decaiga o se expolie e, incluso con la mejor intención, hay quien monta romerías en castros milenarios o convierte dólmenes en merenderos. Lo que ya se ha perdido merece un llanto callado, una tristeza llena de incredulidad. Pero debe alzarse la voz por lo que aún puede ser evitado, como la degradación de irremplazables bienes en peligro sobre los que hace unos días alertaba un informe del Instituto Cornide.

La defensa del patrimonio no es una cuestión de sensibilidad individual sino de interés general; no se refiere al pasado porque es algo atemporal y un generador ilimitado de nuevas ideas; no está confrontado a la economía, porque es una empresa en sí misma con un potencial como pocas; no resta derechos sociales sino que parte de la humanidad y a toda ella está dirigida.

Pensaba, el día que se anunció el cierre del MAC (Museo de Arte Contemporáneo), hasta qué punto es grave, dañino y triste que pueda desaparecer ese foco de cultura levantado sobre los rescoldos de Unión Fenosa. Merecería esta causa una indignación colectiva y una negativa tajante a ceder en la que estuviéramos todos, al igual que la ciudad entera se vuelca con otras causas que la perjudican. Porque nuestra cultura, arte y patrimonio son nuestra identidad y nuestros jardines secretos; los que nos sorprenden, emocionan, refugian y nutren. Su importancia es incalculable. Y no debemos soportar su pérdida en silencio.