Visitábamos la ciudad por primera vez y muchos amigos se habían animado a recomendarnos esos lugares que de ninguna manera podríamos dejar de ver. Esos que sería un disparate perdernos, restaurantes, monumentos, museos, rascacielos y los rincones más fascinantes con los que cada cual se había tropezado en su particular periplo por calles y avenidas.

Había mucho donde elegir. Teníamos más información de la que podríamos digerir en un solo viaje. Pero nosotros habíamos ideado una visita mucho más relajada. Nada de aglomeraciones turísticas. Pretendíamos dejarnos llevar por la ciudad, imbuirnos de su atmósfera literaria y cinematográfica en largos paseos que, como les ocurre a los personajes de las novelas de Paul Auster, pudieran abrirnos las puertas a lugares ignotos.

Y es cierto que gracias a esa visión literaria de la ciudad que ambos cultivamos, dimos con sitios de los que nadie nos había hablado, que no aparecían en las guías de viaje y que, no obstante, a nosotros nos resultaban extraordinariamente atractivos o románticos porque habíamos leído sobre ellos en algún libro, porque algún escritor muy admirado había dado testimonio de su paso por allí.

Sin embargo, una mañana, nuestros pasos nos guiaron vacilantes hasta un museo que todo el mundo coincidía en señalar como uno de los principales atractivos de la ciudad.

Quizá lo sea en algún momento muy concreto del año, quizá lo fue en un pasado no tan lejano en el que ciertos ámbitos de la cultura todavía no se habían convertido en una atracción de feria.

La colección de arte moderno que alberga es una maravilla, pero verla a través de las pantallas de cientos de móviles que se interponían en todo momento entre nosotros y las obras que colgaban indefensas de las paredes resultó decepcionante.

Comprendí que todos estábamos allí por lo mismo, porque había que estar, porque no podías regresar a tu casa y confesar que te lo habías perdido. En eso consistía la visita, enjambres de brazos en alto, selfies y fotos rápidas de los cuadros más importantes, una prueba irrefutable de nuestro paso por allí.

Las calles abarrotadas; los contrastes de una arquitectura casi delirante, abigarrada; los sonidos de la impaciencia del tráfico, del espectáculo diario de la policía y los bomberos desplegando su desmesurada iconografía; la belleza de los barrios arbolados, manzanas enteras de pequeños edificios de ladrillo con su sencilla escalinata de entrada y enormes ventanas sin visillos; el olor permanente a comida que inunda las calles a través de los conductos de ventilación de miles de restaurantes que ofrecen sabores de cualquier parte del mundo, la música callejera, los clubs de jazz? Todo eso, mucho más, es la ciudad que pudimos admirar y de la que participamos en nuestras caminatas. El verdadero museo de la contemporaneidad.