Disculpad si escribo torpe o atropellada. Me he visto sorprendida por un escupitajo o un amago de escupitajo que, además, no iba dirigido a mí, pero me ha salpicado y se me han irritado los ojos y hasta las neuronas. La parte que me ha tocado es ínfima, minúscula, subatómica, pero el escozor me ha impulsado a frotarme los ojos hasta casi hacer saltar las lágrimas.

No soy la única. Veo a la presidenta del Congreso, Ana Pastor, con el rostro compungido ante el esperpento. Dice que quiere evitar el sonrojo de quienes leerán el acta de sesiones dentro de cien años y cree que suprimiendo algunos apelativos seremos juzgados con más benevolencia. Me gusta que aún conserve esa esperanza.

Si el Parlamento, cualquier parlamento, debiera ser la casa de la palabra, el gesto con o sin expulsión de sustancia del diputado de ERC al pasar frente a Borrell, es todo un símbolo de lo que muchos consideran que es hacer política: expeler desprecio, frustración u odio directamente desde las entrañas.

La reputación de las instituciones se sigue deslizando por la misma pendiente por la que asciende el desapego de la gente hacia organismos que son los parapetos de su libertad. El Congreso, el Senado, el Tribunal Supremo o el Constitucional van acumulando episodios para el anecdotario que a muchos nos dejan temblando.

Es cierto que nuestra democracia es joven comparada con otras de nuestro entorno, pero nada justifica este permanente estado de rebeldía adolescente que vivimos. Cuando la mal llamada "nueva política" se incorporó presumiendo de romper en Las Cortes con el uniforme de traje de chaqueta y corbata oscuro (algo que, por cierto ya habían hecho otros mucho antes), olvidaron decirnos que más allá de los peinados con rastas y las camisetas con mensaje, lo de cambiar las formas se refería a convertir el Parlamento en una atracción de feria.

Por supuesto, esto no es casual. Quienes declaran abiertamente su aversión al sistema, jamás han disimulado su intención de abolirlo y buscan este descrédito para sustituir las instituciones que hoy tenemos por otras hechas a su imagen y semejanza.

Mientras, quienes sí creemos en esta Democracia, la verdad es que podríamos hacer más por mejorarla y defenderla, sin esperar por ejemplo a que un whatsApp y la dimisión de la dignidad del magistrado Marchena nos marque el paso de algo que debió hacerse hace tiempo, cambiar la fórmula de elección al Consejo General del Poder Judicial y que deje de ser un permanente objeto de canje de la política nacional.

Volviendo a Ana Pastor, su decisión de eliminar las palabras "golpista" y "fascista" de las actas, está siendo muy discutida. Muchos entienden que es algo inútil en un tiempo de medios audiovisuales o que, puestos a prohibir insultos, debiera hacerse una lista algo más larga porque el lenguaje español es extraordinariamente rico, especialmente cuando se trata de poner en solfa al de enfrente.

Pero hay en Ana Pastor una voluntad primaria que es la que me interesa: la de volver a la palabra como argumento y no como epíteto, la de prestigiar la labor encomendada, la de dignificar a quienes han sido elegidos para hablar en la asamblea común, la de generar la posibilidad de que el otro, errado o no, tenga su espacio y respeto.

Ayer ha dicho , dolida, que la han llamado "institutriz". Mucho me temo que la habrán llamado cosas peores. Porque si se refieren a ella como mujer que educa, corrige e instruye, no podrían estar más acertados. No debiera dedicarse a esto la tercera autoridad del Estado pero, dadas las circunstancias, es muy de agradecer que alguien recuerde a sus señorías que no se insulta, no se veja y, desde luego, no se escupe. Cada vez que, en medio de la vergüenza, Ana Pastor llama al orden y coge las riendas, creo que no solo los diputados, también la mayor parte del país, la mira con atención, agradecimiento y respeto.