Como seguramente muchos de ustedes sabrán, se dice que una Constitución es rígida cuando prevé un procedimiento complejo para su modificación. Nuestra Carta Magna de 1978 se considera "rígida" porque para su reforma ha de seguirse un complicado proceso, en el que se exige la aprobación por mayoría cualificada de dos tercios en el Congreso y en el Senado, e incluso cabe que el nuevo texto deba ratificarse con posterioridad a través de referéndum si lo solicita una décima parte de los miembros de cualquiera de las Cámaras.

Pues bien, salvo para cuestiones muy puntuales y de reducido alcance, este intrincado procedimiento de reforma que pactaron nuestros constituyentes será muy difícil que pueda ponerse en práctica con éxito porque la fuerte división que existe entre las fuerzas políticas actuales hace impensable un nuevo consenso para la modificación de nuestra Ley de Leyes.

La razón del, para mí, irrepetible consenso constitucional de la transición democrática tiene que ver con las circunstancias históricas que precedieron a la composición de las Cortes Constituyentes de la Legislatura de 13 de julio de 1977 al 2 de enero de 1979. Y es que parecen irrepetibles las circunstancias en la que se encontraba España tras la muerte de Franco en 1975. En efecto, la difícil y compleja salida que se veía entonces para organizar la convivencia futura entre las llamadas "fuerzas del régimen" y las fuerzas de la oposición (demócratas y marxistas), hizo que todas ellas concurrieran con la máxima generosidad a consensuar un modo de organizar nuevamente el poder político que el entonces Rey de España, Juan Carlos I, devolvía al pueblo español.

La competente clase política de entonces, integrada por personas de una muy alta capacitación, e -insisto- su enorme generosidad, alumbró un texto constitucional en el que se instauraba la convivencia democrática dentro de la Constitución y las leyes conforme a un orden económico y social justo, se consolidaba un Estado social y democrático de Derecho bajo el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular, se devolvía al pueblo la soberanía popular, se instituía la monarquía parlamentaria como forma política del Estado y se reafirmaba la indisoluble unidad de España garantizando el derecho a la autonomía de sus nacionalidades y regiones y la solidaridad entre todas ellas.

En aquellos momentos de zozobra e incertidumbre, la salida que dio la clase política al pueblo español con el nuevo texto constitucional fue acogida con entusiasmo, y vistas las cosas desde hoy no puede negarse que ha hecho posible un largo período de desarrollo social, económico y político.

A lo largo de estos años alguna de las medidas que fueron útiles al principio -legislación electoral con un peso excesivo a favor los partidos nacionalistas- han devenido perturbadoras por ir reforzando paulatinamente el poder de las insaciables fuerzas nacionalistas, algunas de las cuales, como sabemos, han acabado por plantear la ruptura de la Constitución y la independencia de España.

Hoy, probablemente más como un deseo que como una posibilidad real, hay fuerzas políticas que proponen una reforma de la Constitución como vía para resolver los problemas políticos que nos aquejan. Pero, en mi opinión, ni la preparación de la clase política actual, ni su generosidad, ni las circunstancias, hacen posible hoy un consenso lo suficiente amplio e intenso como para "converger" en una nueva fórmula de convivencia que sea aceptable para la mayoría reforzada que haría posible la reforma constitucional. Y es que, por ejemplo, frente a la pretensión de algunos de obtener mayores cotas de autogobierno, no son pocos los que piensan que el actual Estado de las Autonomías por su elevado coste e ineficacia debe ser reconducido hacia una mayor centralización.

No es exagerado afirmar que hoy estamos inmersos en una indiscutible política de "disenso", ya que no son pocos los que quieren dejar si efecto el consenso de finales de los setenta del siglo pasado. Las posiciones en el tema de las autonomías y en otras cuestiones de fondo están encontradas, la clase política actual da muestras de posiciones fuertemente enfrentadas en cuya defensa se pasa del inadmisible insulto a acciones físicas de desprecio hacia el adversario difícilmente imaginables en los tensos momentos de la transición, como los escupitajos. Y en ese clima que, lejos de mejorar, se va enrareciendo por momentos, pensar en una reforma constitucional parece quimérico.

Por eso, si a la rigidez de nuestra Constitución, le añaden que las profesionalizadas fuerzas políticas actuales les conviene más el disenso que el consenso, no queda otro remedio que concluir que hablar de la reforma de la Constitución es un simple pasatiempo o ganas de distraer al personal.