Hoy le doy una importancia especial al saludo que con frecuencia les dedico en estos primeros párrafos de la columna. ¿Por qué? Pues miren, ya es 1 de diciembre, el tiempo sigue pasando a velocidad de vértigo, en veinte días tendremos el invierno, y aquí andamos, continuando nuestro periplo juntos. ¿No les parece estupendo? Piensen, por favor, que algunos lamentablemente ya no estarán aquí, desde el pasado miércoles en que nos vimos, y otros habrán nacido, en un inexorable proceso de renovación que está muy entroncado con la propia esencia de la vida. Por eso, para los que quedamos -si finalmente es así en el momento en que estas páginas vean la luz- tiene que ser momento de júbilo afrontar un nuevo día, un nuevo amanecer, un nuevo atardecer y una nueva oportunidad de crecer juntos. Creo, sinceramente, que es de lo que se trata en este ramillete de días, estaciones y etapas que la Naturaleza, por lo que sea, nos ha regalado...

1 de diciembre, pues, con el que este último y tan singular mes del año se incrusta ya en nuestras vidas. Pronto los chavales disfrutarán de sus merecidas y esperadas vacaciones, tras un primer trimestre de curso, y el año nuevo irá acercándose hasta su eclosión final, justo cuando diciembre deje paso a un renovado y limpio enero, puerta de entrada en el nuevo calendario. Será entonces 2019, y la idea de una nueva órbita terrestre alrededor del astro rey pasará de ser mera elucubración de futuro a tangible, planaria y constatable realidad.

Un 1 de diciembre de 2018, hoy, que trae bajo el brazo el trigésimo aniversario de la instauración de este día del año como Jornada Mundial contra el Sida. Y es que fue ya en 1988, cuando el VIH hacía estragos, el momento en que la sociedad entendió que había que redoblar los esfuerzos para empezar a atajar esta pandemia. Fruto de los esfuerzos investigadores por parte de la comunidad científica internacional, hoy el VIH es una afección crónica manejable, con potentes tratamientos antirretrovirales de última generación. Pero no se engañen, el VIH sigue siendo una amenaza para la salud mundial. Tomen nota: en 2017 fallecieron casi un millón de personas a causa de enfermedades relacionadas de una u otra forma con el Sida, 1,8 millones de personas contrajeron la infección y casi cuarenta millones de personas -exactamente 36.9 millones- vivían con el VIH.

La inequidad, tan presente en todos los ámbitos de nuestra vida y convivencia, no es ajena tampoco a la infección por VIH/Sida. Tratamientos que cronifican la enfermedad, pues, pero también importantes bolsas de población mundial que malamente tienen acceso a una simple aspirina. ¿Cómo pensar que, entonces, puedan siquiera remotamente ser candidatos a las terapias antirretrovirales que aquí están generalizadas? Un dilema ético en clave global, sin duda, que nos fuerza a pensar qué modelo de sociedad queremos, y cómo podemos ordenar mejor las relaciones entre los pueblos para que avances que a todos nos afectan e interesan lleguen a cuantos más seres humanos mejor. Porque, no se engañen, es en materia de infecciones víricas donde, a pesar de todo lo que podamos aducir desde nuestra óptica segregacionista y excluyente, es más evidente que todos somos arrieros en el camino. Y solo una sociedad global libre de una determinada pandemia puede afirmar que el peligro ha sido superado.

Tiempo para la alegría y la esperanza, con personas afectadas cuya calidad de vida es prácticamente comparable a la de la población general, pero también deberes por hacer: la antedicha reflexión de cómo los antirretrovirales -y, en general, los medicamentos- pueden verdaderamente permear a los individuos hoy excluidos de tales avances, así como -particularmente en el caso del VIH/Sida- un esfuerzo para evitar la banalización de la enfermedad. Y es que recientes estudios indican que las generaciones más jóvenes, cronificada la enfermedad, no la sienten verdaderamente como el peligro que es. Y, consecuentemente, existe un nivel más alto de relajación de la más mínima profilaxis necesaria para evitar un avance silencioso de la pandemia. Si a esto sumamos el reto de seguir avanzando en la normalización social de la infección por VIH/Sida, de forma que se eviten los estigmas que aún perviven sobre la misma, mejor que mejor. Porque las enfermedades son solo eso, y ni el cáncer, ni la diabetes ni la gripe ni el VIH/Sida conforman individuos peores o mejores. Solo personas, únicas e irrepetibles, afectadas por una determinada dolencia. Y nada más.

Feliz 1 de diciembre, pues, amigos y amigas. Sigan ustedes orbitando alrededor del Sol, atraídos por esta fabulosa masa que nos da cobijo y atmósfera, aire y alimento, y sobre la que coincidimos a veces. Viviendo lo fascinante del momento y el lugar, y trabajando codo con codo para preparar un mundo más justo, más solidario, más ilusionante y en el que todos podamos desarrollarnos y vivir nuestras singulares vidas con plenitud del modo que hayamos elegido, compartiéndolo en sociedad.