Cada vez hay menos margen para la disensión. Las opiniones, las ideas, parecen moverse en férreos bloques que no solo rechazan la individualidad y el pensamiento crítico y libre sino que estigmatizan y condenan a quien se sale del redil de lo consensuado como oportuno o correcto por el grupo. En las redes sociales se machaca en oleadas de hashtags la menor irreverencia, y en la vida real se censura y boicotea a las personas por sus ideas, opiniones e incluso comentarios más o menos deslavazados. Hay quienes se movilizan para impedir que un escritor o un filósofo o un político dé una charla en una universidad, quienes pretenden impedir que un cómico, un músico o un bailarín represente su función en el teatro, quienes se empeñan en llevar ante la Justicia cualquier actividad que les parezca contraria a sus ideas u ofensiva para con los suyos, ya sea una escultura, una campaña de publicidad, una canción o un chiste. Antes, la censura formaba parte de la oscura maquinaria del poder de los estados totalitarios y de las democracias débiles o confusas. Hoy en día, el vecino más sofisticado y atento puede ejercer de censor en sus ratos libres.

Formar parte de un amplio grupo de gente que piensa igual que tú, o en donde encuentras las ideas que te parecen dignas de representarte o (si hurgamos un poco más y con algo de mala intención) donde crees que debes situarte ideológicamente por el motivo más sublime, romántico o mezquino e interesado, quizá, sencillamente, por sentirte parte de algo, resulta de lo más cómodo y agradecido. Uno siempre sabe cómo debe opinar ante esto y aquello sin la necesidad de hacer el menor esfuerzo reflexivo e intelectual, asegurándose, además, el apoyo incondicional de su grupo, su refuerzo estimulante y gregario.

Estamos llegando a un punto en el que hordas de decentes de esta o de aquella ideología, religión, nación, colectivo o asociación de vecinos permanecen alerta contra cualquier disidencia, dispuestas a echarse a la calle o al juzgado de guardia ante el menor rastro de crítica o declaración contraria a su decálogo de valores. Todo les parece una ofensa, todo les atañe, todo les disgusta y socava sus derechos.

Que las ideas pueden ser discutidas pero no perseguidas parece una perogrullada tal que me sonrojo mientras lo escribo. Y, sin embargo, si echo un vistazo a la actualidad, me da la impresión de que cada vez resulta más difícil expresar una opinión original o propia sin haberla pasado primero por el tamiz ideológico de alguna de estas hordas. De lo contrario, te expones a la persecución o el martirio virtual, cuando no a la pira real del boicot o la censura. Con la venia.