El desorden climático ha provocado que la amenaza del fuego en Galicia se extienda ya más allá de la estación veraniega.

El domingo negro que sumió en 2017 a la comunidad en un temporal de llamas que desató un infierno de muerte, horror y caos, con densos núcleos urbanos rodeados por los incendios, ocurrió en noviembre. Y esta semana pasada, el fuego arrasó en Galicia 1.200 hectáreas de arbolado en apenas tres días, la mitad de la superficie quemada en Galicia durante todo el año pasado.

La cadena de fuegos cobró tintes de pesadilla especialmente en el Barbanza, donde, como ya ocurriera en 2017, volvieron a repetirse las dramáticas imágenes de vecinos presos del pánico ante la cercanía de las llamas que cercaban sus casas y hubo también una víctima mortal que apareció calcinada en el interior de su coche en pleno epicentro del fuego.

En ambos casos, se conjugaron tres factores de riesgo: altas temperaturas y fuertes vientos de nordés que actúan como un acelerador natural del fuego sobre montes convertidos en combustible por la falta de lluvia.

El dantesco incendio de Rianxo es una seria advertencia sobre lo que puede venir este verano, que se anticipa con una primavera que los meteorólogos han pronosticado como seca. "Este verano será muy duro en Galicia", avisaba un miembro de la Unidad Militar de Emergencias con base en León que ayudó a sofocar el pavoroso incendio de Rianxo.

El fuego se originó, según el servicio de extinción, en una chispa de una torre de alta tensión eléctrica en Dodro y las adversas condiciones climatológicas, en especial el fuerte viento del nordeste, fueron determinantes para su veloz propagación a Rianxo, pese a que el operativo contra las llamas contó con medios aéreos y miles de efectivos. Precisamente la aceleración del fuego por las ráfagas del nordés, de hasta 70 kilómetros por hora, minimizó la efectividad los aviones y helicópteros empleados, que no pudieron intervenir en las tareas de extinción por la noche, cuando las llamas hicieron estragos.

Como cada vez que se produce un incendio de calado, el Gobierno gallego apeló a la intencionalidad criminal de los pirómanos y la oposición lo achacó a la política forestal de la Xunta. Si bien Feijóo aseguró que en el caso de que el fuego que asoló Rianxo tuviese origen en una torre eléctrica, se exigirán reclamaciones. Seguramente todos tienen parte razón, pero el análisis sigue siendo incompleto, especialmente ante la creciente amenaza que representan unos cambios climáticos que parecen haber llegado para quedarse. Y cuando la cruda realidad de las devastadoras olas de incendios se sucede sin remedio y bajo diferentes colores políticos.

Una investigación del CSIC hace hincapié en que la actividad incendiaria se concentra en 79 parroquias, donde se queman una y otra vez las mismas zonas. El uso tradicional del fuego como herramienta agrícola y ganadera, unido a la despoblación por la emigración a las ciudades y la desesperanza de un medio rural gallego sin horizontes, junto a la dificultad para condenar a los responsables de los fuegos, ha generado un cóctel explosivo que estalla cada vez que la meteorología lo propicia. Y este año, que ya tuvo su temprana crisis incendiaria, parece venir grabado al rojo vivo en el calendario.

Abundan los signos alarmantes que se conjuran como amenaza en el horizonte de los próximos meses. Tras un invierno seco y cálido, que alcanzó en Galicia temperaturas de récord por encima de los 25 grados en febrero, el arranque de la primavera tampoco trae lluvia y el mercurio sigue por encima de la media en esta época del año.

La reserva de agua contenida en los embalses de la comunidad no llega al 80%, el nivel más bajo desde 2015 y más exiguo aún que en plena alerta por sequía en 2017, que la Xunta podría volver a poner en marcha esta primavera.

Detrás de estos periodos de déficit hídrico cada vez más frecuentes en Galicia están la subida de las temperaturas y la reducción de las precipitaciones, que han provocado una caída significativa del caudal de los ríos en los últimos años.

Al invierno templado y la primavera seca le sucederá un verano que, según un informe de la Agencia Estatal de Meteorología hecho público la semana pasada, se ha prolongado en los últimos tiempos en Galicia y es ya seis semanas más largo que en la década de los 80, de manera que el periodo estival se superpone al otoño. Los datos recogidos por Aemet en su estación de A Coruña constatan aumentos significativos de la temperatura en tres de los últimos cinco años.

Esta tendencia se agudiza en el sur de Galicia, en las provincias de Pontevedra y Ourense, donde la duración del verano ha pasado en las últimas décadas de 50 a 114 días. El informe destaca que las temperaturas medias gallegas fueron anómalamente altas durante más de cinco meses al año en el último lustro.

Esta nueva realidad climática gallega, que según la mayoría de expertos tenderá a hacerse crónica en el futuro, debe contemplarse en la estrategia de la lucha contra el fuego en Galicia. Pero urge especialmente extremar las medidas de prevención contra los incendios en los próximos meses de un 2019 que ha madrugado en la aparición de las llamas y que acumula factores de riesgo en el horizonte inmediato.