Tengan feliz día. 6 de abril y esto va viento en popa... No, no me interpreten mal. No quiero decir necesariamente que a todos nos vaya estupendamente justamente en estos días. A lo que me refiero con la marinera expresión es que el viento del paso del tiempo llega de cola, y los días, semanas y meses avanzan con brío en el calendario. Y, mientras, ahí estamos. Compartiendo cuitas, alegrías, fantásticas experiencias y, también, sinsabores. La vida misma, amigos míos, única y maravillosa.

Hablando de sabor, y de compartir, hoy quiero hablarles de un tema muy importante y yo creo que muy nuestro, por estas latitudes, mucho más que en otras partes del globo. Miren, quiero hablarles de comer. Pero no de comer desde la perspectiva de una mera ingesta de elementos nutricionales, o de una descripción más o menos científica de qué representa comer y por qué es imprescindible. Tampoco de la enorme desigualdad que hay entre todos nuestros congéneres en eso del acceso a las cosas del comer, de lo que hablamos muy a menudo en esta columna. No. Hoy me voy a otra vertiente del comer, quizá mucho más conectada con nuestros sentimientos y emociones, y con esa faceta de compartir a la que aludía en el primer párrafo.

Quizá, entonces, debiera haber titulado el artículo de otra manera. "Comer con...", en vez de "Comer", podría dar certeramente en el clavo. Y es que hoy quiero hablar de "comer" de forma muy alejada a esa necesidad básica que también es. De "comer" como "estar con" y disfrutarlo.

El otro día comí solo, fuera de casa. Es algo que antes hacía muchas veces, por cuestiones de trabajo, y que ahora me ocurre muy de vez en cuando. Fui a un lugar que conozco, en una de esas ciudades próximas en las que nos movemos, y me sentaron en una mesa alta, de las que no invitan a la sobremesa. Bueno, la comida estaba bien y el trato muy amable, como siempre. Pero nada tiene que ver ese ejercicio casi de supervivencia „luego tenía cinco o seis horas de trabajo intenso„, con el haber podido quedar con amigos, de forma que se produjese el milagro. ¿Cuál? Pues el de cambiar un trámite necesario -simplemente comer, como digo- en una suerte de conectividad con el otro, con el que compartes mesa y mantel, pero que también está así en tu corazón y tu cabeza. No tienen nada que ver lo uno y lo otro, como estoy seguro de que han experimentado muchas veces.

Me encanta que me inviten a comer en una casa, lo reconozco. Me ocurre bastante, pero es algo que me fascina cada vez. Y, consecuentemente, hago lo propio en la mía. Me gusta cocinar y, ya cuando desgrano los guisantes y troceo cuidadosamente zanahorias, patatas y judías para hacer una simple ensaladilla, pienso en la armonía de todo ello. Me recreo en los gustos de mis comensales, esperando que todo esté de su agrado, y que sepan apreciar el mimo con que todo está hecho. E identifico desde hace mucho esos momentos de vida lenta y construcción de un todo desde cada uno de sus componentes, con ratitos de felicidad. Sí, para mí cocinar para otras personas me da una paz especial. Ya ven...

Estos días comeré con mi familia. Y me gusta. Eso es muy de esta tierra, también. De los gallegos en particular. Soy poco de poner etiquetas, y aquí habrá personas que disfrutan con ello y otras que no, pero en este contexto es algo que surge mucho más que en otros lugares. Y, dentro de la variabilidad de gustos de este tipo, supongo que soy de los que más valoro comer bien acompañado, como un enorme valor añadido al hecho de administrarme mi ración de glúcidos, prótidos e hidratos de carbono. Para mí el cómo como, el entorno, un cierto nivel de tranquilidad y la ausencia de prisa son fundamentales a la hora de tener una buena digestión. Y, por supuesto, de disfrutar de la comida.

Siempre he sentido una extraña mezcla de pena y empatía cuando, en ciertos distritos financieros y administrativos, ves a los trabajadores de esa zona, enfundados en sus trajes, comiendo algo infumable y en cinco minutos, sentados de cualquier forma en escaleras y otros elementos urbanos. Me sucedió en Wall Street, y también en alguna zona bien conocida de alguna capital europea. Les aseguro que me dieron ganas de invitarles a comer en algún lugar cercano, sin conocerles de nada y a pesar de que sin duda ellos podían permitírselo mucho más que yo. Es algo cultural sin duda. Pero difícil para mí, quizá por el interés por una vida un tanto lenta, una cocina también a fuego lento o quién sabe qué... Y es que comer, como les digo, es mucho más que el valor de la comida. Es mil cosas más...

Sí, al final, voy a terminar montando mi restaurante vegano, con el que sueño desde hace décadas... Y, si no, al tiempo...