Tal y como auguramos el CIS y yo misma, un hombre ha ganado las elecciones del 28-A. El nuevo Congreso tendrá, con todo, la mayor representación femenina de la historia de este país. 164 diputadas, 26 más que en la legislatura pasada, se sentarán en la Cámara Baja, y ocuparán el 46,8 por ciento de los escaños, lo que significa un incremento de siete puntos en relación al último mandato. España dispondrá del Parlamento más paritario de Europa, superando a Suecia, a Finlandia y a Noruega que encabezaban la carrera por la igualdad hasta ahora. Los dos partidos más votados, PP y PSOE, cuentan con mayor número de asientos asignados a mujeres que a hombres (52 y 51 por ciento respectivamente). Muy de cerca les sigue Unidas Podemos (47 por ciento) y ERC con el 40 por ciento. Caso aparte es Coalición Canaria, cien por cien femenina con dos parlamentarias de dos. No me irán a decir ustedes que con semejante panorama se constituirá el 12 de mayo una Mesa presidida por un señor, porque no me lo creo.

Conforme avanza la semana postelectoral se afinan los análisis del voto que ha refrenado el cacareado triunfo del tridente de la derecha. La movilización de jóvenes y centristas, pero también la masiva participación de mujeres y nacionalistas, han sido claves para el resultado, señaló alguien tan poco sospechoso de encumbrar colectivos por interés como el experto en demoscopia Narciso Michavila, hermano del exministro conservador. Se suponía que las electoras iban a reaccionar a la provocación de los mensajes misóginos durante la campaña, y al ninguneo en los momentos trascendentales y así ha sido. Lo veíamos venir, pues incluso la ultraderechita decepcionada corrió a buscar candidatas y apoderadas que mitigaran los excesos de testosterona de sus líderes.

Venimos del ejecutivo con mayor presencia de ministras de la historia de España, y no podemos dar un paso atrás ni para coger impulso. Una solución respetuosa con las expectativas feministas expresadas en las urnas pasaría por que el noqueado PP de Pablo Casado muestre la generosidad y talante democrático suficientes para abstenerse en la investidura, y permita a los socialistas formar un gobierno en minoría. Si Pedro Sánchez se anima a gobernar en solitario, acertaría volviendo a contar como número dos con Carmen Calvo, una mujer que siempre tiene la igualdad en el centro de su discurso y que se fuma un puro cuando la caverna mediática y política se mete con ella por su físico, su vestimenta, o su empeño por desterrar el lenguaje sexista. Muy fan de las políticas que no ocupan cargos para quedar bien con los impresentables. Pero ¿qué ocurrirá si se superan las barreras establecidas por los poderes fácticos y germina una alianza de izquierdas con Unidas Podemos? Sánchez se encontrará en la tesitura de nombrar vicepresidente a Pablo Iglesias. Qué cosa tan antigua sería ese tándem. Dos señores en la cúspide del Ejecutivo nos retrotraería a los tiempos de Felipe González y Alfonso Guerra, o José María Aznar y Rodrigo Rato. Para solventar semejante inconveniente, y haciendo verdadero honor a las siglas que defiende, Iglesias tendría que ceder el testigo a Irene Montero. Porque después del 28-A, España se merece, como mínimo, una vicepresidenta.