Llega el verano y miro hacia atrás, al niño que fui y que ya no soy. "Yo era un muchacho pálido, triste, con la tristeza del que sueña días de gloria", decía de sí mismo Miguel de Unamuno. Yo también era pálido y callado, aunque no creo que triste, ni siquiera en la adolescencia en la que los psicólogos rastrean los desequilibrios emocionales de nuestra conducta. Hace treinta, treinta y cinco años, los niños disfrutábamos de unas libertades que hoy a nuestros hijos les resultarían extrañas. Para empezar íbamos caminando solos al colegio, cada mañana a primera hora, encontrándonos con los demás por el camino hasta formar pequeños pelotones. Esto era posible gracias a la proximidad con las escuelas, pero más aún debido al grado de confianza social que existía. Íbamos andando a la ida y, muchas veces, también a la vuelta. Luego, por las tardes, al terminar el colegio y los deberes, cogíamos de nuevo el balón o las canicas o la peonza o los cromos o cualquier otra cosa que estuviera de moda „los niños siguen las modas, como los adultos„ y salíamos a la calle hasta la hora de la cena. Quizás viéramos en el televisor Barrio Sésamo o alguna de las series de dibujos animados que se emitían entonces con fondo literario: Marco, Heidi, Las aventuras de Tom Sawyer, D'Artacán y los tres mosqueperros, Don Quijote de la Mancha y La vuelta al mundo de Willy Fog o La casa de la Pradera, una serie que no era de dibujos sino un clásico de la literatura infantil que ahora los portavoces de la corrección política quieren eliminar del canon. Por supuesto, aquellos años eran menos sectarios que los actuales, entre otras cosas porque las convicciones enriquecían la intimidad de las personas pero no se imponían en el debate público como un monopolio de la verdad. Me pregunto si un programa tan subversivo como era La bola de cristal, con su Bruja Avería que protagonizaba la inolvidable Alaska, sería posible hoy. Seguramente no.

Sospecho que entonces los tiempos eran más sosegados que los actuales. Pasábamos largas horas aburriéndonos, es decir, jugando con la imaginación que era la escapatoria natural a la falta de estímulos electrónicos. Eso nos permitía leer mucho más que ahora, al menos las familias con libros en casa. No recuerdo estudiar mucho ni tampoco que tuviéramos un exceso de deberes, pero sí solíamos ir a repaso alguna hora entre semana. Era un mundo razonablemente antiguo, que fracasaba luego en su salto al bachillerato o a la formación profesional. Pocos la terminaban y más pocos aún iban luego a la universidad. Era una infancia con libertades, pero curiosamente poco encaminada: los mejores estudiantes brillaban, el resto empezaba a trabajar muy pronto, sin formación ni titulación alguna, apenas se cumplían los 16 años. Romantizar el tiempo recordado resulta absurdo.

Al llegar el verano, los amigos desaparecían: cada uno en su casa, cada uno en su pequeño mundo. A veces coincidíamos en la playa o en una heladería tomando una limonada. En ocasiones te levantabas de madrugada y salías con tu padre a pescar en barca. La profundidad del mar tenía algo mágico y absorbente, esa extraña calma que oculta lo desconocido. Una tarde nos acompañaron los delfines, juguetones, acompasando los acantilados. Por la noche, bajo las estrellas leíamos algún libro hasta dormirnos. Años más tarde, ya en el bachillerato descubrí a Catulo. "Vesper adest", cantaba uno de sus más famosos versos: la estrella de la noche que se levanta cuando llega la juventud y decimos adiós a la infancia.