Fue a finales de los años sesenta cuando mi hermano mayor introdujo en nuestra casa dos grandes novedades, signos de la modernidad de entonces: un tocadiscos y un long-play, uno de aquellos discos grandes de vinilo, en cuya portada solo se veía a una joven de larga melena negra tocando la guitarra sobre el fondo de un desolado paisaje de rocas peladas. Creo que fue el primer disco que escuché, y desde el primer momento el sonido sin igual de la voz cristalina que cantaba en inglés me sedujo, o abdujo, hacia una nueva dimensión de la que ya nunca más pude regresar del todo. Era Joan Báez, la cantante más melodiosa y progre, a la vez, de aquellos años.

Después de exactamente seis décadas de vida escénica que comenzaron con su triunfo en el festival folk de Newport en Estados Unidos en 1959 (con tan solo 18 años), Joan acaba de retirarse con un excepcional concierto al que he tenido la dicha de asistir en el Teatro Real de Madrid el pasado domingo 28 de julio. En él repasó lo más granado de toda su carrera, desde aquel Donna, Donna que la aupó a la fama mundial hasta algunas de sus últimas canciones. Bordó la actuación y el público que abarrotaba la Ópera madrileña se le entregó por completo, pero para mí y para muchos más el momento más emotivo de un concierto cargado de emotividad fue cuando sorpresivamente Amancio Prada apareció en escena y ambos se pusieron a cantar a dúo Adiós ríos, adiós fontes. Joan Báez había querido despedirse así, en gallego y con el poema que más expresa el dolor de la partida del emigrante, "la mejor canción", según le dijo a Amancio, sin duda para comunicar su sentimiento por su propio adiós.

Para quien como yo, habiéndola seguido desde niño, Joan Báez ya era un mito que parecía pertenecer a una esfera casi sobrehumana, el que viniera a finalizar su carrera aquí, en España, y con la música de Amancio Prada cantando a Rosalía, fue una verdadera apoteosis, capaz de compensar en buena medida la tristeza de su marcha.