Plataformas digitales contra salas de cine, la batalla parece decantarse por sí misma. Quizás en el antaño celuloide no habría lugar a la comparación, pero hoy en día es muy difícil superar a la oferta disponible en el confortable salón de casa, extensible a su vez a portátiles, tabletas y demás hardware viviente.

Cabe decir que aciertan los cines en su intento por subsistir, apurando los días del espectador, tarjetas de fidelización con descuentos y combos para todos los bolsillos en el bar, pero ¿qué ocurre cuando un grupo de maleducados se sienta a ver la peli justo a tu lado? ¿Cuándo aquello de la consideración hacia los otros congéneres aprendido en la infancia se ha olvidado con el paso de los años?

Si en las butacas contiguas caen en gracia unos simpáticos que comentan escena tras escena voz en grito, o que sacan el móvil resplandeciendo en la oscuridad cada diez minutos porque hora y media sin consultar sus redes es inviable, allí no aparece absolutamente nadie haciendo valer el precio de tu entrada que, sin duda, incluye un mínimo de silencio para el correcto visionado. ¿Cuál es pues la solución? ¿Huir de butaca en butaca como un alfil de ajedrez en busca de un vecino cinéfilo de verdad?

Instauren de nuevo la figura del acomodador, esa que tan buen resultado da en los teatros, pues uno no puede cuestionarse además de la película que va a ver, si el resto del respetado público estará a la altura.