Decía el otro día Manuel Valls, en un programa de televisión, que el insulto no es la vía. Valls „que legó a lo más alto de la vida pública francesa, y que ahora es concejal en el Ayuntamiento de Barcelona„ se refería a esta cuestión en el contexto de la política. Y lo hacía al paso de recientes acontecimientos, en los cuales determinados cargos de partidos utilizaban instrumentos como las redes sociales para descalificar al otro sin más, a bocajarro y de forma indiscriminada. A partir de esta reflexión, si les parece, hilvanaré mi columna de hoy.

Vaya por delante mi concordancia absoluta con lo expresado por Valls: el insulto no es la vía. Lo he dicho muchas veces y lo mantengo ahora. El insulto nunca arregla nada y sí que es un claro instrumento de confrontación y alejamiento, algo que parece en contra de la actual situación de necesidad de pactos y ententes comunes. Insultándose, las personas se lastiman. Y las ideas se emponzoñan, de forma que nunca se puede buscar el beneficio del acuerdo, o al menos aspirar al mínimo común resultante de la intersección de la ideología y programas de los partidos en liza. Cuando las personas se enzarzan, todo se destruye. Y, así, la democracia pierde en calidad.

Pero los partidos políticos ni sus integrantes son seres de otra galaxia. Ellos funcionan así, muchas veces, porque creen „o les hacen creer„ que esa es la mejor forma de llegar a la sociedad. O, complementariamente, porque son parte de esta, en la que las personas se insultan, descalifican y lastiman a menudo, sin más. La pulcritud hoy casi no existe, y yo la reivindico, aunque a veces pueda resultar extraña, forzada o extraterrestre, como forma de presentarnos ante los demás. Si uno nunca ha dicho palabrotas, parece un bicho raro o, peor aún, un cero a la izquierda. Alguien que no es de este mundo que, por cutre, parece que no es nada sin emociones fuertes, altos y bajos profundos donde todo ha de ser expresado de la forma más histriónica posible.

Hoy la sociedad, en una generalidad apreciable, no es pulcra. Se insultan las personas en la carretera. Se insultan en el trabajo. Hay cadenas de televisión en los que algunos de los programas con más audiencia consisten en la obscena exposición de sartas infinitas de insultos, día tras día. Y hasta en el deporte infantil y juvenil muchas veces los papis „ellos más que ellas, haciendo gala de su testosterona„ se lían dialécticamente con los contrarios, como poco. Y es que a veces pasan a más, y entonces sí que la situación, de denigrante, se convierte en dantesca. Y absolutamente vergonzosa.

Los políticos, sin embargo, deberían ser ejemplares con su actitud. Porque quien aspira a un liderazgo, ha de ser de otra manera. Pulcro, como digo. Por eso cuesta entender determinadas imprecaciones que, por otra parte, escapan mucho de ser meramente espontáneas. Los partidos hoy lo miden todo en su afán de convencer, en una comunicación 4.0 que poco tiene que ver con ideas, programas, prácticas y creencias. Y por eso el mensaje corto y fugaz cargado de insultos con los que algunos obsequian a menudo suena mucho más a una estrategia que a algo improvisado.

Seremos mejores como sociedad cuanto mejor nos tratemos. Si no comprendemos eso estamos abocados al fracaso. Y no, no soy de los que dicen que "malo será". Si no cuidamos explícita y específicamente cuestiones como esta, corremos el riesgo de ir cuesta abajo. Y, ya saben, si no se actúa a tiempo se coge velocidad y, después, es casi imposible frenar. Cuidémonos. Tratémonos bien. Seamos mucho más correctos en nuestras actitudes con los demás. Practiquemos el respeto profundo. Saldremos ganando mucho más todos y todas, y podremos buscar la intersección entre nuestros diversos conjuntos de ideas. Y eso, visto lo visto, es absolutamente imprescindible en el momento sociológico que vivimos.