Unos días antes de que se celebrasen las elecciones del pasado 28 de abril, me decidí a publicar un artículo al que puse por titular, "se buscan estadistas". Después de estos seis meses, bien podría volver a reescribir ahora lo que pensaba en aquel momento, ya que el tiempo político apenas ha cambiado desde entonces.

A decir verdad, sí ha habido cambios, pero aquellos pocos que se han producido están sirviendo para ir de mal en peor. Sin lugar a dudas, el gremio político está cada día más alejado de la ciudadanía. Esa política pregonera de plató de televisión está suscitando el hastío del votante que en abril ya decidió lo que quería.

Como el gato escaldado que del agua fría huye, el ciudadano juicioso comienza a distanciarse de aquellos líderes voceras que al ser incapaces de adaptarse a un nuevo aire político en el que se hace imprescindible llegar a acuerdos, pretenden conseguir protagonismo en los medios de comunicación y redes sociales haciendo uso de una charlatanería desmedida.

Más que nunca, necesitamos funcionarios públicos de a pie que resuelvan nuestros problemas y no falsos profetas que en sus mítines prometen lo que haga falta con tal de llegar a gobernar y cuando lo consiguen, si te he visto no me acuerdo. Basta ya de pregoneros que mienten más que hablan y que no tendrán escrúpulos de arrimarse al árbol que mejor sombra les cobije si fuese necesario.

Ya hace tiempo que se percibe en la calle el desafecto y la incredulidad de la gente con respecto a los líderes y partidos políticos. Por ello, es imprescindible que la sociedad sea cada vez más rigurosa a la hora de elegirlos. Además de las razones viscerales y de cómo hablan, deberemos estar más vigilantes para protegernos de tanta contaminación dialéctica y tener así libertad de pensamiento propio, tal como defendía el escritor José Luis Sampedro.

En esta nueva cita con las urnas, la gente volvemos a tener la última palabra.