Con apenas excepciones, Latinoamérica es hoy un hervidero de protestas callejeras, un continente profundamente dividido y a la deriva, siempre a merced de los militares, las oligarquías locales o el precio de las materias primas, sin olvidar las injerencias del gran vecino del Norte.

Esta semana pasada nos hemos enterado del "golpe de Estado" en Bolivia tras acusaciones de fraude electoral contra su primer presidente indígena, Evo Morales, que siguió a varias jornadas de la más salvaje violencia contra las instituciones, alentada desde sectores oligárquicos.

A muchos ha recordado ese golpe, aplaudido por el presidente de EEUU como una advertencia a Venezuela y Nicaragua, al llevado a cabo en 2009 en Honduras contra el Gobierno democrático de Manuel Zelaya cuando éste intentó instalar una Asamblea Nacional constituyente para que redactara una nueva carta magna.

En Chile parece haber tocado fondo últimamente el modelo privatizador de los servicios públicos inaugurado por la dictadura pinochetista y continuado luego por sucesivos gobiernos democráticos, con el beneplácito de los principales organismos internacionales.

Riqueza para unos pocos y dificultades y miserias para la mayoría: transportes cada vez más caros, pensionistas que no llegan a fin de mes, enfermos mal atendidos si no han podido comprarse un seguro privado, universitarios abrumados por sus deudas, según el modelo estadounidense.

No le va mejor a Ecuador, cuyo actual presidente, Lenin Moreno, dio un vuelco total a la política de izquierdas que había llevado a cabo su predecesor, Rafael Correa, y decidió liberalizar el precio de los combustibles, lo que hizo arder las calles.

Como ha denunciado el propio Correa en un artículo publicado en Le Monde Diplomatique, Moreno, que fue su vicepresidente, adoptó, nada más llegar al Gobierno, una línea "neoliberal en el plano económico y de reparto de poder entre los grupos tradicionales en el político" que enojó a los sectores más débiles de la población.

Venezuela sigue siendo también un país fatalmente dividido, con dos presidentes -uno, oficial y otro, autoproclamado como tal gracias al apoyo de Estados Unidos- y con una población sometida al implacable bloqueo económico de Estados Unidos y a un éxodo constante.

En Brasil, la corrupción y las torticeras maniobras de la Justicia llevaron al procesamiento y posterior encarcelamiento del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva mientras su Partido de las Trabajadores, que consiguió sacar a millones de la pobreza, acabó derrotado en las urnas por el populismo ultraderechista de Jair Bolsonaro.

Un político, este último, blanqueador de la dictadura militar brasileña, admirador del actual ocupante de la Casa Blanca, tan xenófobo y homófobo como él, además de negacionista en materia de cambio climático y cómplice de los depredadores de la selva amazónica..

En Argentina, su multimillonario presidente Mauricio Macri, no consiguió con sus reformas económicas neoliberales y pese al apoyo del Fondo Monetario Internacional ninguno de los objetivos proclamados: la economía se contrajo mientras empeoraban los servicios públicos.

En todo el continente, sin olvidarnos de la Nicaragua del despótico Daniel Ortega, ni tampoco de México, donde el narcotráfico y las armas importadas de EEUU, unidas a la corrupción, han creado una situación a veces explosiva, crece el descontento con unos gobiernos a menudo incapaces de garantizar la seguridad y el bienestar que siempre prometen.

Aumenta en toda la región la inestabilidad económica y política; la prensa, cuando no es oficialista, está en manos de oligarquías para quienes la democracia solo es válida mientras sirve a sus intereses, y los gobiernos no dudan en recurrir a las Fuerzas Armadas o en declarar el estado de excepción, como ha sucedido últimamente en Chile, para reprimir las revueltas populares.