Que el confinamiento haya dado sus frutos no es un éxito, aunque todos lo celebremos, sino la constatación de que primero se obvió el peligro que acechaba y luego faltó un plan que incluyera test sistemáticos y rastreo de casos para acotar los contagios. Por eso el Gobierno tuvo que optar por la alternativa más drástica para garantizar la salud. Si la pandemia continuara galopando con la población encerrada en casa habría que temer lo peor. Esta mala experiencia debe servir para algo. Ahora que Galicia entra en una etapa de progresiva normalidad, no puede ocurrir lo mismo ante posibles rebrotes. Pero ese enorme sacrificio obligatorio de los ciudadanos para protegerse desmoronó la economía. Solo una estrategia que otorgue prioridad a la creación de riqueza y a su justo reparto, no a su socialización previa y a los subsidios, evitará la ruina.

Nunca antes, ni en la más descarnada de nuestras tragedias, los gallegos y los españoles tuvieron que afrontar algo semejante. Despertamos de la pesadilla del virus en mitad de un cataclismo económico que nos hizo de la noche a la mañana mucho más pobres. El golpe debilita en especial a la sufrida clase media, un decisivo factor de estabilidad y uno de los principales garantes de la prosperidad del país. El paro de abril borra de un plumazo lo avanzado en siete años.

El súbito decrecimiento previsto por el Gobierno, y aún amplificado por la UE, desnuda con crudeza nuestras enormes fragilidades. La ingente inyección de dinero europeo que requerirá la reparación no saldrá gratis.

El drama se superpone, en Galicia también, a numerosos problemas estructurales arrastrados desde hace mucho que habrá que arremangarse para resolver -las lagunas de la formación profesional, la transición energética e industrial, la investigación...- y a sucesivas reestructuraciones que no terminaron por asentar otro modelo productivo. Doscientos treinta y cinco mil gallegos sufren regulaciones temporales de empleo o han tenido que acogerse a los amortiguadores de emergencia creados para paliar el desastre. Otros 46.300, menos afortunados, han perdido por desgracia su empleo tras mes y medio de reclusión.

A nadie puede ocultársele que esta recesión asusta no solo por su hondura, desconocida, sino también por la vertiginosa velocidad con la que arrastra hasta el fondo los indicadores. La apatía y el desánimo no deben de cundir ante una inmersión de realismo sino justo lo contrario: la predisposición a trabajar codo con codo mejor y con mayor ahínco que antes. Cada particular en su ámbito, sin esperar a que otros acudan en auxilio. Las administraciones lo mismo, con un liderazgo claro y un propósito sincero de satisfacer los intereses de la mayoría, no los tacticismos y la aminoración de daños electorales.

Sobran demasiadas palabras grandilocuentes nunca cumplidas y tanto tópico fruto de la corrección política, una espiral a ninguna parte plena de ocurrencias ideológicas e idealistas surgidas de la oscuridad de los despachos y de la propaganda de la caterva de asesores. Toca contactar con lo que de verdad ocurre e impulsar medidas concretas, tangibles y negociadas con las que propiciar una recuperación rápida y vigorosa. Necesariamente hay que colocar a las empresas y los emprendedores en el centro de las acciones. Sin su salvación no existirá progreso a repartir para nadie. Errar en la estrategia para escalar esta montaña ocasionará daños letales e irreversibles por generaciones.

Promover un ingreso mínimo vital, el reparto de 3.000 millones de euros en salarios a cambio de nada, parece el proyecto estrella a futuro, y único. A juzgar por otras experiencias con este tipo de respiraciones artificiales, en vez de disminuir el paro y la pobreza los enquistan. Asistir transitoriamente a los desfavorecidos en este contexto resulta prioritario, pero nunca a costa de contraer compromisos permanentes de gasto de dudosa eficiencia y con las arcas al borde de la quiebra. No existe forma superior de ayudar a quien lo precisa que relanzar la economía antes de instaurar momios clientelares. Mantener el Estado del bienestar y la inversión en educación y sanidad únicamente se consigue protegiendo a quien crea riqueza.

Persistir en la forma polarizada y despótica de entender el poder alentando los bandos, tratando a los electores como idiotas e imponiéndoles una visión única del mundo ahondará la debacle. Para aunar voluntades lo imprescindible es desear aglutinarlas, sin subterfugios ni recovecos. Las consecuencias no las pagarán quienes así actúen sino dramáticamente todos los españoles. Porque lo que rehúyan decidir las principales fuerzas políticas del país acabarán imponiéndolo corregido y aumentado los "hombre de negro" de quien aporte los fondos para el rescate.