Les saludo no sin cierta sensación de vértigo. ¿Por qué? Porque hoy es ya 1 de julio. Poco a poco se ha ido yendo junio, igual que antes lo hicieron mayo y abril. Y aquí estamos, en esta suerte de época extraña en que se ha ido convirtiendo nuestra vida en los últimos tiempos. En fin, ojalá que julio venga para bien, sin demasiados sustos, y que sea un hito más en el enorme esfuerzo colectivo por mejorar las cosas. A ver...

Fíjense que, para mí, esta capacidad de las sociedades de poder trabajar todos juntos por un fin común es lo que las hace, verdaderamente, más civilizadas, abriendo francamente la puerta a la esperanza. No ocurre así siempre ni en todos los ámbitos, pero sí que es verdad que, en ocasiones -la necesidad crea el hábito- los movimientos inconexos se transforman en otro mucho más armónico y resonante, de mucha mayor potencia y con estupendos resultados. Por ilustrarlo con una analogía, acudamos al concepto físico de coherencia de la luz. Las ondas coherentes -con relación de fase constante- son bien diferentes de las incoherentes. El LASER, en particular (luz amplificada por emisión estimulada de radiación), es una fuente de luz coherente, con propiedades notables y conocidas. Pues así como la luz, radiación electromagnética que, cuando está en fase, cambia sus propiedades y se transforma en algo con un desempeño diferente, también la sociedad, si vibra al unísono, tiene la capacidad de asumir mucho mayores retos, y conseguir superarlos. Y tal capacidad suele surgir, como dice Duncan Green en su De la pobreza al poder, a partir de un número relativamente reducido de seres humanos, fuertemente convencidos y unidos por los mismos valores.

Uno de esos retos ha presentado una doble celebración en estos días. Y es que, hablando de los derechos de la población LGTBIQ, este final de junio aglutina dos efemérides importantes. Por una parte, un nuevo 28 de junio, en el que se reconoce la preocupación de la sociedad por la preservación de tales derechos, celebrado a partir de la revuelta que surgió del bar Stonewall, en Nueva York, y que se extendió por los Estados Unidos y por el mundo. Y, por otra, los quince años de matrimonio igualitario en nuestro país, independientemente de la filiación de género de los contrayentes. Algo que también sentó cátedra en muchos países, que miraron al modelo español como digno de ser tenido en cuenta e, incluso, adaptado a su propio ordenamiento jurídico.

A mí aquella ley me cambió la vida. Los sentimientos los traíamos ya Marcos y yo de casa, y no hacía falta que nadie los validase ni les diese carta de naturaleza alguna. Nosotros solamente aspirábamos a que el Estado reconociese nuestro contrato civil -llamado matrimonio en castellano- y, así, dejásemos de ser discriminados en cuanto a nuestras capacidades fiscales, económicas, etcétera. Queríamos ser una sociedad de gananciales, y vivir nuestro propio proyecto vital, personal y propio. Respetando el de los demás, claro está, que por nuestra parte pueden vivir como les dé la gana y con quien quieran. Y sí, el Estado nos confirmó todo eso un bonito 1 de octubre de 2005, sábado, después de que el 30 de junio de 2005 España aprobase la Ley, y Países Bajos, Bélgica y Canadá lo hubiesen hecho antes.

Nuestra vida fue la misma que antes, claro está. Al fin y al cabo nosotros ya vivíamos juntos desde 2003. Pero con la garantía de una esfera jurídica ampliada que, sin embargo, no achica la de nadie. Nadie que no haya querido casarse ha tenido que hacerlo, y nadie tampoco ha sufrido ninguna consecuencia por la mera existencia de tal ley. Hay quien sigue viviendo "de tapadillo" -los más- y quien ha formado su pareja o lo que le ha venido en gana. Pero la decencia a la que aludía Zapatero cuando hablaba de esta ley se traduce hoy en que, quien quiere ser un matrimonio en las mismas condiciones que una unión heterosexual, lo es. Y punto. Y nada más ni nada menos.

Y, en todo este proceso, yo sobre todo estoy orgulloso de toda la sociedad. No de un grupo en particular, ni de nadie en concreto. Claro que hay personas muy reconocidas y significadas en el ámbito nacional que, desde el activismo de décadas, propiciaron entonces un marco donde fue más fácil el cambio. Y claro que el presidente Zapatero, antes citado, tuvo un protagonismo especial al asumir como propio un compromiso que no se veía del todo claro en determinados sectores de su propio partido. Pero creo que el motivo principal de orgullo es el del cambio de toda una sociedad, antes sumida en esa terrible espiral que del desconocimiento lleva al miedo y, de este, al odio. Hoy te encuentras a paisanos de ochenta o más años que, con naturalidad, te hablan de la bandera gay o incluso la cuelgan en su casa como respuesta a la intolerancia de otros, y te das cuenta de que el sentimiento de inclusividad ha calado hondo donde antes solamente había desconfianza.

Hay avances donde no caben retrocesos. En época del gran sabio Aristóteles, él y todos pensaban que la esclavitud era natural, y eso duró muchos siglos. Hoy quien actuase inspirado por ello se enfrentaría a que le fuese aplicado el peso de la Ley. Hace treinta años -o menos- muchas mujeres vivían bajo la bota de su marido. Bota que podía ser más comprensiva o dulcificada, pero bota al fin. Hoy ni de broma. Y, del mismo modo, creo que ya no cabe la discriminación a partir de la orientación de cada uno o por motivo de género. Es algo que debería estar fuera de toda duda para cualquier persona porque, simplemente, tal planteamiento está superado. Y, en materia de derechos creo que hemos de ser tajantes y unánimes en la defensa de lo ya consolidado. Y seguir trabajando por esa mejor sociedad.