El pulpo es animal cefalópodo que, como su nombre indica, tiene los pies en la cabeza; pero aun así razona con toda sensatez y no poca prudencia. Tal puede ser la razón de la que este año haya huido de sus lugares de expansión habituales, alertado por los rebrotes de coronavirus que se expanden por tierra, aire y mar.

No se encuentra apenas un ejemplar de estos animales feos pero sabrosones en las aguas donde la flota solía ir a buscarlos. Si años atrás las cofradías contabilizaban las capturas por toneladas, ahora la unidad de medida ha bajado al más modesto rango de unos cientos de kilos por día. Y gracias.

La única explicación, por sorprendente que parezca, reside en que los pulpos están al tanto de las noticias de lo que ocurre en tierra y optaron, en consecuencia, por evitar a los pescadores. Nunca se sabe dónde puede andar el virus.

De estas curiosas dotes de los habitantes de la mar nos dejó ya en su día noticia el maestro Álvaro Cunqueiro, al advertir que los salmones del río Ulla habían sido convertidos al cristianismo por el obispo Corentin de Quimper, allá por el siglo quinto de nuestra era.

Perito en faunas marinas, Cunqueiro declaró que los peces tienen oído suficiente para escuchar, aunque solo lo hacen cuando quien les habla es un santo y utiliza lenguas célticas para expresarse. De ahí que los salmones convertidos a la fe gocen del don de la audición e incluso el del habla, que al parecer les permite entenderse entre ellos en latín. Cierto es que, tras su domesticación y cría en granjas, los salmones podrían haber perdido ya la fe; y, con ella, la sustancia que tan rico sabor les daba en su época salvaje.

Sobre los pulpos, en particular, no encontró el fabuloso don Álvaro datos suficientes para afirmar o negar su capacidad de audición y su posible destreza lingüística. A diferencia de los delfines, que hablan varias lenguas con soltura, se ignora si los cefalópodos están en condiciones de emitir y recibir información; pero no sería una hipótesis del todo irrazonable si se tiene en cuenta que son animales de gran cabeza.

Como quiera que sea, una Galicia sin pulpo parece menos Galicia; pero incluso a esto hay que resignarse en tiempos de una epidemia que está acabando con todo.

Poco importa a estos efectos que la mayoría del pulpo consumido en Galicia (y España en general) proceda desde hace años de los caladeros de Marruecos y Mauritania. El producto importado de tierras sarracenas supone ya una cantidad veinte veces superior al capturado cada temporada en las rías; con lo que el abastecimiento, en principio, parece garantizado. Otra y bien diferente cosa es que el pulpo de aguas remotas pueda compararse al de aquí, que es animal probablemente cristianizado y acepta mucho mejor los santos óleos y el pimentón.

No hay mucho que se pueda hacer para mejorar la cosecha de este símbolo gastronómico de Galicia. Por más que la Xunta idee decretos al respecto, va a ser difícil convencer a los pulpos de que vuelvan donde solían, una vez informados -como parece- de que un insidioso virus circula por estas tierras y el mundo en general.

Lo cierto es que rehúyen la presencia de los marineros, por muchas nasas que les echen; y así no hay manera, claro está. Habrá que esperar a la vacuna o, ya metidos en milagros, recurrir a los oficios del santo obispo Corentin de Quimper. La maldición del virus no conoce límites.