En esta pandemia hemos asistido a esfuerzos excepcionales en los ámbitos sanitario -recintos feriales convertidos en hospitales, camas UCI en vestuarios, tiendas de campaña para PCR- y laboral -terrazas por todas partes, los ERTE, prestaciones para autónomos, avales-. Pero no vimos ninguna acción en el campo educativo. Las escuelas cerraron a las primeras de cambio y aún van a tardar aquí una semana larga en reabrir para Secundaria, Bachillerato y FP. Nadie se acordó de que había que volver a las aulas. Las encuestas revelan un desinterés impropio por la educación. Relegada en importancia frente a otros sectores, no figura entre las grandes preocupaciones sociales. Pocos valoran su contribución a la riqueza nacional cuando en realidad lo aporta todo. Salvar la enseñanza es la única garantía de progreso individual y colectivo.

La educación lleva toda la pandemia a remolque de los acontecimientos. Aunque desde principios de enero se daba por sentada la llegada del coronavirus, no había ningún plan docente para combatirlo. Si el confinamiento cogió algo desprevenidos a los responsables, todo lo que vino después era predecible casi al milímetro. Los meses de vacaciones han sido desperdiciados y nadie preparó en condiciones un año tan excepcional, que exige cooperación y una gestión competente.

En Galicia, el enrarecido clima de la Consellería de Educación, con la titular del departamento cuestionada, solo hizo crecer el descontento en amplios sectores y estamentos. De hecho, el presidente, Alberto Núñez Feijóo, reconoció en su discurso de investidura que la Xunta no había estado "a la altura de las circunstancias en su regreso a las aulas". Tampoco en el fin de curso. De ahí el relevo sobre la campana de su titular, Carmen Pomar, que apenas llevaba dos años en el cargo, y la vuelta a la consellería de Román Rodríguez, en quien confía el presidente como valor seguro -ya fue responsable de esta cartera entre 2015 y 2018- y hombre conciliador y de buen talante. Le harán mucha falta estas dos aptitudes ante un arranque de curso atípico, con huelgas de profesores incluidas, con complejidades e incertidumbres nunca vistas. En aras de una mejor gestión, la primera medida interna del nuevo conselleiro ha sido renovar al completo la cúpula de la consellería. La Xunta también ha respondido favorablemente a la petición de los institutos de Galicia de retrasar el inicio en Secundaria, Bachillerato y FP, programado para este miércoles, hasta el día 23 ante la imposibilidad de adaptar a tiempo la organización de los centros a los protocolos.

Las escuelas no son aparcaderos de niños, por más que resulten decisivas para la conciliación. Lo de menos es regular la mascarilla. Lo sustancial, el reajuste en las materias y la actualización pedagógica después de un curso anterior que acabó desde la ESO a la selectividad con un aprobado general en la práctica. Un cúmulo incalculable de conocimientos volaron con la excusa de no dejar atrás a nadie. Lejos de favorecer a los jóvenes, esa manga ancha los condena. Padecerán la carencia en sus propias carnes en el futuro con unas aptitudes profesionales disminuidas, viéndose en situación de inferioridad y con menores posibilidades de prosperar.

Esta semana abrieron sus puertas de manera escalonada los centros de Infantil y Primaria. A partir del día 21 lo harán las universidades. En alguna comunidad y en otros países los alumnos llevan semanas de estudio. Un caos inexplicable. Como si el virus tuviera un comportamiento distinto por cursos y nacionalidades y diecisiete modelos para encararlo. Ha sido un sálvese quien pueda. Los padres están desconcertados. Los profesores se sienten abandonados. La claridad brilla por su ausencia en los protocolos. Muchos directores no saben a qué atenerse, en una improvisación constante y tardía con menos horas lectivas para los alumnos. El sistema educativo se ha revelado perezoso para romper sus inercias, moverlo cuesta un triunfo, y vive instalado en la queja permanente. Cada iniciativa causa polémica. Ya durante el confinamiento se vio que la respuesta online para ayudar a alumnos y familias fue más individual, de profesores inquietos, que colectiva, del conjunto de la red, lo que generó no pocas diferencias.

Al fin ya pocos dudan de la conveniencia de asegurar la asistencia presencial. En grupo los jóvenes también aprenden a socializarse, crecer, relacionarse y resolver sus conflictos. La escuela cumple una función enriquecedora en lo personal tan decisiva como la formativa. Es la principal palanca para combatir las desigualdades y una ventana de oportunidades. De su mal funcionamiento se derivan en cascada muchos problemas de otra índole de la actualidad: la intolerancia, la aversión a responsabilizarse de los actos propios y sus consecuencias, la confusión entre sesgo y verdad y la ausencia de respeto.

Estamos ante una ocasión ideal para reactivar el interés por la enseñanza y hacer las cosas de otra manera, para fortalecer la idea de comunidad educativa y que las familias se reencuentren con ella. Sin una buena instrucción fracasamos todos. Sanidad y educación son los dos grandes servicios del estado social. Al primero, en Galicia, las circunstancias le han ensalzado por su buen hacer y sus mejores resultados, dentro del drama que vivimos. Al segundo, un duro test de estrés lo va a retratar en pocos días. No existe un colchón tan confortable para la mediocridad como la autocomplacencia. Producir universitarios y bachilleres en serie no equivale a gozar de un aprendizaje de calidad sino quizá lo contrario. El estudiante que no alcanza hoy la cima culpa del fracaso a sus profesores. Los padres deberían ser los primeros en desactivar esa coartada para recuperar el valor del esfuerzo y la exigencia como emblemas.

Giner de los Ríos, inevitable referencia al abordar esta materia, sostenía que España perdió Cuba por las carencias de sus ingenieros, no por un ejército precario. Cualquier guerra, también la devastadora del virus, depende del talento. Y éste aflora en instituciones docentes de excelencia. Las reformas para conseguirlas constituyen un imperativo si queremos fortalecer el sentido crítico de cada persona para que piense por sí misma y darle las herramientas con las que transitar por un mundo complejo en ebullición. No hay reconstrucción creíble si no empieza por cambiar las aulas.