Déjenme que les salude, ante todo, en este día festivo en la ciudad. La actualidad sigue conformando un continuo caleidoscopio de hechos, realidades y sensaciones que van trufando de color el hilo temporal que los sostiene. Sí, vamos viviendo, y el mero camino es en sí principio y meta. Espero que estén bien, y que estos tiempos que nos toca vivir les hayan estado tratando de forma aceptable desde la última vez en que hemos coincidido, hace no más de cuatro días. Ojalá.

Planteo tal deseo porque, ciertamente, no siempre el paso del tiempo nos trata bien. A veces sobran unos pocos días, horas o minutos para que nuestra situación cambie radicalmente, en ocasiones de forma irreversible. Por eso yo soy tan cauto a la hora de dirigirme a ustedes, tratando de conocer si sus coordenadas vitales siguen siendo las mismas, si son aceptables o si, por el contrario, algo terrible y diferente ha podido pasar.

No nos engañemos. En cada segundo hay personas que nacen y, también, personas que se van. El día más bonito de la vida de uno, quizá el del primer "sí" en las cuestiones del amor, puede ser el más aciago visto desde otro punto de vista, con otros protagonistas. Y todos los días que adornan nuestra vida ensombrecen las de muchos otros congéneres. Y al revés, días bonitos para terceros a nosotros nos hubiera encantado que jamás hubiesen existido.

Muchos de los hechos que ocurren en esos días grises, o negros, son inevitables. La vida, su propia existencia, lleva indefectiblemente a la existencia de la no vida, de la muerte. Y la primera adquiere todo el sentido porque existe la otra. Sin una no hay otra y viceversa, en una perfecta complementariedad y reciprocidad. Pero hay otros acontecimientos luctuosos que pudieran ser evitados, simplemente con un poco -o un mucho- de cordura, o con la intervención por parte de quien ve, pero a veces mira para otro lado.

Toda esta reflexión surge a partir de una noticia que no conozco de primera mano y en la que, por respeto, no voy a entrar demasiado, pero que enciende todas las alarmas. También las que se activan cuando algo malo ocurre y uno intuye que eso podría haber sido evitado. La noticia nos habla de una muerte trágica, presuntamente de una chica agobiada hasta no poder más por presunto acoso en su entorno. Lamentándolo profundamente, y tratando de empatizar y ponerme en su lugar y en el de sus seres queridos, quiero aportarles mi punto de vista sobre el acoso y lo que este significa. Lo hemos hablado muchas más veces, ya lo sé, pero este es uno de esos temas que hay que dejar bien zanjados, sin paliativos y sin escatimar nada en su condena.

El acoso surge de las miserias del acosador. Generalmente individuos cuya situación personal, o cuyo estado mental, les hace proyectar sobre los demás sus propias frustraciones. Buscan al más vulnerable, al más débil, o al que creen que lo es, basando tal suposición en la comparación entre los cánones aceptados microsocialmente y las características personales de cada uno. Fíjense que esto significa que, en un determinado contexto, podrá producir acoso lo que no llevará a ello en otro escenario diferente. Todo depende del punto de vista de los acosadores, basado en una construcción social.

Y el acoso no tiene medida. Busca destruir. Finiquitar. Eliminar de forma figurada o real a un ser humano, muchas veces con herramientas sutiles y que a menudo no pueden evidenciarse como prueba. Su poder destructivo es enorme. Y la presión de grupo adquiere, en ocasiones, tintes de verdadero sadismo colectivo.

Todos los que tratamos profesionalmente con personas jóvenes deberíamos ser muy conscientes de ello, y tener los cinco sentidos alerta para detectar conductas que pudieran ser significativas de acoso. Ya les digo que no es fácil y que, en ocasiones, hasta imposible. Pero el acoso existe, sí, y siempre destruye. Generalmente se trata de un acoso más laxo, que no llega a consecuencias irreversibles y fatales, pero que en todo caso hace mella en el presente de la persona acosada, y no en pocas ocasiones en su futuro.

Ya les conté alguna vez que en algún momento yo sufrí acoso. O que, por lo menos, pretendieron que lo sufriese, junto con los demás alumnos de primer año. Fue en un Colegio Mayor, en Santiago, donde algunos hoy reputados profesionales de diferentes ámbitos, que hablan de mesura y sentido común, destrozaban siendo estudiantes el delicado momento de incorporación a la Universidad de chicos de dieciocho años, como yo contaba entonces, con la excusa de unas novatadas que "pretendían integrar al nuevo y apoyarle en ese momento". Mentira cochina. Las conductas exhibidas allí, de excesos y saña, por una parte de los acosadores estaban fuera de lugar, y a mí me produjo un sentimiento de rechazo a Compostela -hoy felizmente superado- y el renunciar a una plaza y una beca que implicaba algo así como "todo gratis hasta el doctorado", precisamente por mi expediente académico. Yo era fuerte, y me enfrenté a los que pretendían reírse de los nuevos, vejarles y lastimarles, y por eso a mí no me ocurrió nada. Pero sí, lo pasé mal y a mi alrededor se ejerció un vacío, paulatinamente desmontado al pasar los meses, pero que me impidió centrarme mucho más en aquello para lo que había acudido allí. Como consecuencia de tal acoso cambié la confortabilidad de tenerlo todo para estudiar en el corazón del Campus Sur a dedicarme a ir y venir, con la consiguiente pérdida de tiempo y el haber renunciado a parte de todo lo que significa la magia de los días de la Universidad.

Pero ya ven, yo no perdí la vida, aunque quizá alguno de los acosadores no hubiera cejado en tal empeño si hubiese sabido más de mí. La desgracia es que algunos de nuestros adolescentes y jóvenes sí, como consecuencia de toda esa presión. Y eso es grave. Muy grave. Tanto, que deberíamos ser certeros en purgar tales conductas, con muchas más y mejores herramientas. Y es que el acoso, queridos amigos y lectores, es absolutamente intolerable.