Corría el año 2000 cuando el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional celebraron su 55º encuentro anual en la bellísima ciudad de Praga. Ya llovió. El escenario elegido era el Centro del Congreso de Praga, que esos días estaba literalmente blindado. Aunque la ciudad, en conjunto, no le iba a la zaga. Eran muchos los comercios que habían amanecido forrados con tablones de madera, al modo en que vimos atrincherados muchos establecimientos de Washington durante los recientes actos —y disturbios— en los días de relevo presidencial de Trump a Biden.

En aquel escenario que agencias como Reuters —cuyas crónicas releo ahora— relataban como un infierno, había también muchísimas personas allí con motivo de los actos reivindicativos paralelos a la Cumbre, pero absolutamente ajenas a cualquier tipo de violencia y especialmente contrarios a ella. Entre otras, muchas personas de aquí, emplazadas por ejemplo por la Campaña Deuda Externa, Deuda Eterna, que buscaba la condonación de la deuda incobrable de países profundamente depauperados, como última forma de salvar vidas condenadas a una muerte segura, sin alimentos y sin medicinas. En España tal campaña iba de la mano de organizaciones tan sospechosas de radicalidad y apología de la violencia callejera —ironía— como Manos Unidas, Cáritas, la Confer (entidad que agrupa a religiosos) y la organización Justicia y Paz. Literalmente, muchas monjas en las calles.

Por allí andaba yo también, a partir de la convocatoria de Oxfam Internacional que, con diferentes actos, debates, seminarios y reuniones, buscaba poner el foco de la Cumbre verdaderamente en los temas importantes, que atenazaban —y siguen lacerando— a buena parte del mundo. Recuerdo especialmente un delicioso, profundo y sesudo acto convocado por Oxfam Internacional, en formato debate, en el que pensadores de la organización o próximos a ella le sacaron los colores, por la vacuidad y pobreza de su discurso, nada menos que al Vicepresidente del Banco Mundial. Todo esta experiencia, que me impactó, la fui retratando en diversos artículos y publicaciones. El último, en cuyas fuentes bebo ahora para contarles esto, es una columna en este medio que titulé Bienvenidos al infierno en julio de 2017. Rememoraba en la misma el fenómeno de la violencia y su relato, con ocasión de una nueva cumbre marcada por las protestas, en esta ocasión en Hamburgo y del G-20.

Miren, de aquellos días donde muchas de las organizaciones más pacíficas, pacifistas y volcadas en los derechos socioeconómicos de las personas a nivel mundial se habían citado en Praga, saqué tres conclusiones. La primera, que existe toda una industria global de la violencia, capaz de movilizar recursos y personas para montar el pollo donde haga falta. La segunda, que a la ortodoxia, estatal o multilateral le va muchas veces bien presentar esta realidad, como forma de denunciar el carácter antisistema de aquello a lo que le venga bien denostar o reprimir, y así pasar página. Y la tercera, que los medios de comunicación, con un tratamiento simple y simplista de la noticia, en ocasiones eran un buen instrumento —de forma consciente o no— para perpetuar tal visión en el gran público.

Además de esas enseñanzas, que pude comprobar en otras ocasiones y que me quedaron bien claras les planteo otra idea, incluso mucho más previa. Y esta es que el convencimiento pleno de que la violencia, en cualquiera de sus formas, nunca arregla nada. Todo lo contrario. Lo enquista. Lamina cualquier posibilidad de entendimiento convirtiéndose, en sí, en un problema. En un déficit convivencial adicional a aquel por el que la misma estalla. La violencia siempre engendra más violencia y, a excepción de muy, pero que muy contadas excepciones en la Historia, no es una opción. A veces no hubo remedio, y yo personalmente me alegro de que en aquellas playas de Normandía alguien desembarcase y ejerciese violencia, como último recurso, contra la ofuscación generada por el destructivo Adolf Hitler y sus secuaces, sí. O que la resistencia de tantos países se opusiese a la deportación de los ciudadanos y ciudadanas judías, y a la extensión de una forma de pensamiento viciada desde su origen. Pero... pocas veces ha sido así. Muy pocas, e incluso en ellas algunos actos concretos, como el bombardeo de Dresde o incluso las bombas de Hiroshima o Nagasaki tienen para mí una justificación muy dudosa desde el punto de vista ético.

No, la violencia no arregla nada. Y tampoco hoy en Barcelona, tomándola con el mobiliario urbano sea por la razón que sea y generando problemas. La violencia no ayuda. Agranda la brecha de la sociedad, fomenta la injusticia y la inequidad, lastima a lo de todos y, sobre todo, provoca un panorama en el que es difícil el ejercicio de la convivencia. Independientemente de las causas que uno defienda, siempre —salvo esos escasos y críticos momentos de ruptura en la Historia, como el que he retratado en el párrafo anterior— hay espacio para el diálogo, para tratar de convencer, para ganar adeptos para tu causa, para explicar un motivo o para preguntar un porqué.

A mí no me convence quien utiliza como argumento un adoquín. O un Kalashnikov. O un puñetazo. Cualquier violencia, sea institucional o alternativa a ella. Nunca me ha convencido, y no lo hará jamás. Habrá que sentarse y entrar en la profundidad de las cosas, de las lógicas de cada cual, para horadar el cemento duro del desencuentro. Siempre es posible. Pero a veces es más fácil enquistarse en una determinada posición, esgrimir el bate de béisbol o relatar las barricadas. Algo que no aporta nada.

No. Nunca nos cautivará la violencia. Y nunca, ténganlo claro, esta nos encumbrará a una posición mejor.