Buen día tengan ustedes, en este fin de semana especialmente largo en algunas localidades, y que agrupa algunos de los días tradicionalmente más festivos en Galicia. Y es que el 15 y el 16 de agosto son días grandes en muchos de nuestros lugares más icónicos. Días que, por supuesto, este año serán vividos de una forma acorde con la amenaza sanitaria que nos ha tocado vivir. Sin grandes celebraciones ni aglomeraciones, pero esperemos que con armonía y no exentos de magia.

Y es que tal magia y, sobre todo, tal armonía, son los ingredientes esenciales para todo. Si no existen, es difícil que la convivencia sea una experiencia que nos enriquezca como personas. Y si están presentes, cualquier excusa es válida para convertir un día en especial, donde las personas puedan compatibilizar sus intereses y gustos individuales con el respeto a todos los demás. Para mí, estos son los elementos más importantes en la ecuación cotidiana del desarrollo de nuestras vidas.

Pero, a veces, esta lógica se quiebra no de forma leve o menor, extremos en que se pueden reconducir las cosas sin mayor problema, sino de manera contundente. Abundante y hasta exageradamente grande. A veces todo se rompe y se parte por la mitad, y ni convivencia, ni armonía, ni empatía, ni nada que se le parezca. A veces, y yo he conocido alguna situación así bien lejos de estas coordenadas geográficas, todo se transmuta en un escenario diferente, y la agresividad presente de forma muy latente —o no tanto— en esta sociedad, se puede notar muy presente en el aire, explosiva. Entonces algunos humanos cometen actos verdaderamente deleznables, que pone a toda la especie en la picota de preguntarnos si somos realmente merecedores de nuestro lugar en la Naturaleza. A veces, entonces, no hay palabras ni gestos para describir lo que se siente.

Sucede quizá en conflictos donde los excesos llevan a una espiral de sangre y ruindad. Quizá cuando un tanque aplasta a un prisionero encadenado en medio del desierto, a lo mejor en un motín en una cárcel centroamericana donde los presos exhiben las cabezas de los reos de la mara enemiga, decapitados segundos antes, o cuando la violencia extrema de luchas por el poder, disfrazadas de conflicto étnico, arrasa las pueblos y las vidas en determinados lugares. Son escenarios dantescos, que a quien los conoce provocan heridas irrecuperables en el alma. Dan miedo.

Aquí y ahora, tampoco estamos libres de esa lacra. Lo vimos cuando alguien, por las ideas que fuese y que nunca pueden servir de excusa, le pegó un tiro en la cabeza a Miguel Ángel Blanco. O cuando otra persona, para satisfacer no sé qué, segó la vida de Diana Quer. Son solamente dos ejemplos, pero podrían ser muchos más, llenando las páginas de este periódico de los nombres de quien nunca debió irse de aquí en las manos de alguien que no supo dar forma a su propia condición de humano, bien sea cometiendo actos terroristas, bien asesinando de forma inicua y poco apegada a cualquier sentimiento o actitud diferente de la depravación y la depredación.

Pasó muchas veces, sí. Y ha vuelto a suceder, aquí mismo. Porque, por lo que se va sabiendo del sumario del asesinato de Samuel Luiz, lo ocurrido no tiene nombre. Nunca lo tuvo, ni lo tendrá. Pero, como sociedad, y sabiendo que es imposible reparar el daño causado, tenemos que exigir la máxima contundencia en el castigo que a los presuntos autores del mismo se imponga. Porque, independientemente de lo que diga quien lo diga, es un crimen horroroso y execrable, que debería dar vergüenza a toda la sociedad que se haya producido, y contra el que hay que actuar en todos sus matices. ¿Son estos los especímenes que estamos produciendo en esta suerte de tiempos líquidos y posmodernos, días de mal entendido Carpe Diem, de indiferencia e indolencia, y donde el individualismo y el ruido lo inundan todo?

Miren, los jueces —entendidos en la materia y a quien corresponde la administración de la justicia— dirimirán, pero... ¿no es este un caso, como alguno de los anteriores, para una propuesta de prisión permanente revisable? ¿Nos creemos que podremos reeducar a quien, presuntamente, ha sido capaz de... los actos que ahora estamos conociendo, con agravantes claras y de forma cruel y despiadada? ¿Cuántos más tienen que caer para que la diversión y los excesos de unos no impliquen la muerte —literalmente— de terceros, inocentes y que solamente pasaban por allí? ¿Cuánto odio está imbricado en la enferma psique de una parte, la que sea, de esta sociedad? ¿Qué podemos esperar de quien es capaz de, en una turba y ante un ser indefenso, matar a patadas?

Qué tristeza, Dios, qué tristeza... Menos mal que nos quedan unas poquitas esperanzas. La profesionalidad y el celo de los investigadores de este luctuoso caso, por ejemplo. Y, sobre todo, que haya personas entre nosotros como Ibrahima y Magatte. Gracias. Muchos tendrán que tragarse todo lo que llevamos años escuchando, y de lo que incluso algún partido político sin demasiados escrúpulos quiere sacar réditos. Personas como estas, sin duda, nos reconcilian un poquito con algo de dignidad que, como sociedad, hace tiempo que no tenemos. Personas que atesoran modos de vida mucho más humanos, independientemente de los resultados económicos circunstanciales de los países desde los que se ven obligados a migrar.

Miren, creo en la tan depauperada educación como forma de, a largo plazo, arreglar casi todos los problemas de la Humanidad. Y estoy con la gran Concepción Arenal en que, invirtiendo más en esta, sobrarían muchas cárceles. Pero ahora, en este momento y para quien ha sido presuntamente capaz de hacer lo que hizo... solamente veo esta última vía: la cárcel. Pero para toda la vida, como forma no de reparar la brutalidad de sus acciones, lo cual es imposible, sino como repudio de la sociedad y como forma de protegernos a todos los demás seres humanos de las aterradoras consecuencias de las mismas.