Este mes ha arrojado esperanzas para la remontada económica, muy condicionada aún por la evolución de la pandemia. Después de unos últimos doce meses negros para el empleo, Galicia marca cuotas de afiliación de trabajadores a la Seguridad Social similares a las de antes del coronavirus, por encima de los 1,036 millones de empleados. Casi 6.000 gallegos salieron de las listas del paro en julio, una caída del 3,67%, 900 de ellos en la ciudad de A Coruña (-3,61%). Esta mejoría no debe hacernos obviar que más de 151.000 gallegos aún buscan un empleo, 24.000 en A Coruña.

La recuperación del empleo, con ser positiva, no basta. Al día siguiente de conocer estos esperanzadores datos, otro mostraba signos de flaqueza en la reactivación: más de 50.000 gallegos precisan ayuda autonómica para comprar alimentos y productos de higiene. El bono alimentos de la Consellería de Política Social sumó 5.000 beneficiarios en los dos últimos meses, para marcar un nuevo récord desde su implantación en junio del año pasado. Este bono, consistente en una tarjeta de hasta 300 euros mensuales, nació como un salvavidas de emergencia para tres meses, pero Política Social lo ha ido prorrogando trimestre a trimestre, en principio, hasta final de este año.

No solo este bono autonómico da pistas de la delicada situación. Los datos de concesiones de la Renta de Inclusión Social de Galicia (Risga), de la Renta Social Municipal de A Coruña, del Ingreso Mínimo Vital del Estado... y la ingente labor de decenas de entidades sociales demuestran que la recuperación no es igual para todos y que una parte importante de la población sufre el riesgo de quedarse descolgada de la ansiada recuperación económica. Lo vivimos en la anterior recesión, nacida de la avaricia de las entidades financieras, y corremos el peligro de repetir el error en una crisis provocada por un virus.

En el período de recuperación de 2013 a 2018, A Coruña fue prueba de ello. Aumentaron tanto las desigualdades económicas entre los coruñeses de los barrios más pudientes y los de menos renta, una tendencia que se dio en general en todas las ciudades españolas, según las conclusiones de tres investigadores de la Universidade da Coruña, Juan Ignacio Martín, Pablo Castellanos y José Manuel Sánchez, en un estudio publicado en la revista internacional Cities. Sirva de ejemplo la comparación de la zona más rica, la del código postal 15004, el Ensanche, con la menos, el 15010, Agra do Orzán-O Ventorrillo. En 2013, los vecinos de la primera ganaban 1,82 veces más que los de la segunda. En 2018, la brecha se amplió a 1,96.

“A Coruña y otras muchas ciudades van en dirección preocupante en cuanto a desigualdad y segregación. Los niveles de polarización son de los más altos en las ciudades que estudiamos de su tamaño”, explicaba a este periódico uno de los investigadores, Juan Ignacio Martín, que ponía el foco en que el origen de la renta supone “el principal motor del crecimiento de la desigualdad”. Las finanzas de los hogares de clase media y baja dependen en su mayoría del trabajo. A medida que las familias son más ricas, aunque las rentas del trabajo siguen siendo mayoritarias, ganan peso las del capital, que “crecieron a ritmo saludable” después de la anterior crisis.

La historia debe conocerse para no repetir errores del pasado. En esta historia no tenemos que retrotraernos a siglos ni décadas, sino a menos de un lustro para saber cómo salir de esta crisis sin generar más desigualdad social, sin ricos más ricos y pobres más pobres. El soporte público ante la pobreza debe estar ahí, para rescatar a los más desfavorecidos, pero el esfuerzo ante la crisis no debe limitarse a dar ayudas económicas sino a poner los mimbres desde todas las administraciones para la generación de empleo, que, a la postre, supone riqueza para las familias y el conjunto de la sociedad. Hace falta, más que nunca, un verdadero pacto por la generación de empleo que implique a administraciones públicas, empresas y sindicatos más allá de una legislatura, un pacto de futuro con compromiso de vigencia.