¿Qué tal les va, amigos y amigas? A mí sin novedad. Por aquí seguimos, sumando horas de vuelo y apuntándolas en el más personal cuaderno de bitácora. Por lo demás, como siempre. Atento a la realidad de mi alrededor, que me inspira algunas letras y no pocos dolores de cabeza. Nada nuevo. El caso es que debería hablar con alguien en el periódico y proponerle cambiar mi “construir en positivo” por un mucho más apocalíptico “camino a la extinción”. Me preocupa, porque empiezo a pensarlo con frecuencia, viendo el tono que terminan adoptando muchos de los artículos. Pero no crean que es por un estado de ánimo o porque yo sea avinagrado por naturaleza. No, ni mucho menos. Es que, amigos y amigas, las contradicciones no son posibles en las cosas importantes, en aquellas que verdaderamente afectan a la vida de todos —de los presentes y de los que vendrán—, pero en mucho de lo que tiene que ver con el presente y el futuro de nuestro planeta e incluso de nuestra sociedad hay un enorme trecho entre lo que decimos que hacemos y lo que, en realidad, se impone. Y si esto tan contradictorio les pasa a muchas personas particulares, imagínense qué ocurre con las que viven de convencer a los demás y pedirles su confianza con su voto. El dislate es superlativo...

Muchos ejemplos de contradicciones graves en tal sentido los hemos ido viendo aquí. ¿Se acuerdan de cuando puse sobre la mesa la oficial alegría por la coincidencia en el puerto de tres cruceros, versus su impacto en contaminación y contribución al cambio climático? ¿O qué me dicen de la evaluación del riesgo en una pandemia que no se ha ido, que sigue aquí muy presente, pero a la que se le ha dado mediáticamente la vuelta para que no “mate” mucho más de lo que toleraría el exigente consumo derivado del modo mayoritario de vida, basado en el “aquí y ahora porque yo lo valgo”? ¿Hablamos, en vez de esto, de nuestra vulnerabilidad real frente al descenso de precipitaciones sin tradición e infraestructuras de regadío, cuando aquí esto se vive como un “maná”, que nos lleva directamente al abismo de la mano de “Galifornia” y de un turismo que se pretende cada vez mayor, en múltiples frentes? En fin, muchos elementos que nunca me harán popular, porque no gustan, pero que creo que deberían estar en la base de la verdadera preocupación de todas y todos. En la lógica, más allá de los cantos de sirena, de la verdadera política.

En tal línea, hoy les hablo de mierda. Así, con todas las letras. Porque, a pesar de los esfuerzos del Concello, que prohibió certeramente vidrio y otros peligrosos materiales, las hordas que se congregaron para celebrar el solsticio por San Xoán volvieron, en gran medida, a las andadas de dejar su basura en la playa. Nótese que SU basura, no una que de repente apareció por allí. Y tal basura, de repente, se convirtió en la de TODOS. Es decir, en la que tuvo que retirar el impresionante dispositivo que, en nada, tenía todo impoluto. Pero... ¿a qué precio? Y no, no me refiero solamente al sobrecoste económico —que haberlo, “hailo”—. Les hablo de un coste mucho mayor, en términos sociológicos. De un coste en avance o retroceso de la especie. En un coste educativo. En creer o no en tales personas y su praxis y, volvemos a ello, a hablar de un verdadero camino a la extinción. Y eso dando por hecho que muchos de los que pasaron la noche del 23 en Orzán-Riazor sí cumplieron con su obligación ciudadana de limpiar, y que además lo habrán hecho de buena gana y con absoluta conciencia cívica. Pero... ¿qué hacemos con los demás, que pocos tampoco son?

Y es que para mí no es de recibo que, culminada la fiesta, el ser humano no sea capaz de limpiar lo que ha ensuciado. No me cabe en mi marciana cabeza. No. En realidad tampoco acepto demasiado la actual acepción de tal palabra, “fiesta”, que seguramente es de las que menos entiendo y que menos me han gustado jamás. Y eso no quiere decir que no crea en los ratos de solaz en buena compañía, disfrute y armonía, ni mucho menos. Digo que no tengo claro el proceso operativo por el cual tal definición compartida deriva en absoluta jauría, algarabía supina, bullanguería, excesivo alcohol y... basura. Mucha basura, siempre. Basura infinita, que trasciende a la supuesta realidad festiva y que algunos asumen, en un acto de posmodernidad y cinismo infinitos, que la ha de recoger el que ha puesto allí para ello el Gobierno, en este caso el Municipal.

En fin... que la mala gestión de nuestros propios descartes es también un síntoma de ese proceso que nos lleva a la extinción, de forma clara. Por eso para mí no cabe el consentirlo. ¿No has estado ahí el primero para “reservar la parcela”. Pues o la misma, previo registro de datos, queda impoluta, o te paso el cargo de la limpieza. Y ya está, sin posibilidad de escapar a ello, como algo muy de mínimos, y sin entrar a revisar otros extremos de tal celebración, donde también hay margen de mejora. Porque piensen que, para mí, deberíamos reflexionar también sobre lo adecuado o no hoy de un “akelarre” infinito donde se quema madera, teniendo en cuenta la enorme producción de dióxido de carbono asociada a ello, que rompe la lógica de unas plantas que, durante toda su vida, lo fijaron y retiraron de la atmósfera. Supongo que modificar esto sería ya pedir demasiado, pero aquí lo dejo también, porque tiene que ver con la contradicción, con el abismo y... con el camino a la extinción.

Otro día hablamos de la tendencia a la “individualización” de la fiesta, que en su día era comunitaria y convivencial... Pero ya saben... son los tristes signos de una época...

Cuídense. Feliz San Xoán. Feliz solsticio. Feliz Verano.