La Opinión de A Coruña

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Luis Sánchez-Merlo

Boris Johnson, una relación incierta con la verdad

Irreverente, extravagante, genial, un dolor de cabeza para propios y ajenos

Nunca estuvo claro de qué chistera Alexander Boris de Pfeffel Johnson (Nueva York, 1964), había sacado su condición de periodista. El caso es que después de Eton y Oxford —estaciones de culto para la clase dominante— donde había completado la carrera de Estudios Clásicos, empezó a escribir en el Times de Londres, de donde fue despedido, por apropiarse para un artículo suyo, de una cita de su propio padrino.

Boris Johnson, una relación incierta con la verdad

Boris Johnson, una relación incierta con la verdad Luis Sánchez-Merlo

Pero con el desahucio no se rindió. A principios de los 90, precoz, ambicioso y festivo, se fue a Bruselas, donde fue corresponsal para el Daily Telegraph, estandarte del escepticismo nacionalista sobre la pertenencia de Gran Bretaña a la UE.

Los editores, gente con prosapia y mucha mili, suelen tener ventaja para acertar en la descripción de los que escriben y la calidad del producto que elaboran.

El editor de Boris en el periódico preferido del establishment conservador británico, le tenía calado y años después dijo que tenía “una relación incierta con la verdad”. Enorme acierto para definir a tanto equilibrista que hace de la mentira —particularmente en el cuadrilátero de la política— un arte para durar y sobrevivir.

El hombre mentiroso es una realidad antigua y universal. A diferencia de la corrupción, cada vez más vigilada, la mentira está consentida, hasta llegar a formar parte de las libertades que nos hemos dado.

Aunque —inmoral por naturaleza— es muy democrática, al tratarse de una herramienta al alcance de todos. Lo que sucede es que el modo de impacto se ha sofisticado, a través de los medios de comunicación.

Su especialidad consistía en hacerse con alguna información sacada de un documento irrelevante y olvidado en los archivos de la UE, para convertirlo en una noticia falsa de primera plana. Podían ser informes denunciando que “eurócratas” de chicha y nabo estaban empeñados en reducir el tamaño de los preservativos estandarizados, porque los italianos los necesitaban más pequeños o que habían establecido parámetros oficiales para el grado de curvatura de los plátanos.

Un invento tras otro, si bien estos scoops sensacionalistas le llegaron a convertir en una estrella. El desorden de su vida familiar —tres veces casado, siete hijos en total— le dio una imagen de pícaro que, extrañamente, en una sociedad tan sobria para la moral como la británica, no le impidió convertirse en el reportero preferido de la Dama de Hierro y precoz editor de The Spectator, influyente semanario conservador.

Un meteórico ascenso, galvanizado por la aprobación ajena, le llevó a Westminster, a ser alcalde de Londres, ministro, primer ministro y a sacar al Reino Unido de la Unión Europea.

Tras 47 años de difícil convivencia, más parecido a un matrimonio amañado y sometido a desgaste, por una insuperable incompatibilidad de caracteres. Su legado más importante será “haber hecho posible el Brexit” y, por tanto, la transformación de la relación del país con la UE.

Lo que no vale es pretender responsabilizar, de los inevitables males de una decisión discutible, a la intransigencia de la UE. La combinación de la crisis, con la forma dura en que se ha gestionado, está dando alas al independentismo escocés. El resultado del viaje de Johnson, hacia el nacionalismo inglés, podría suponer el fin del Reino Unido. Palabras mayores y una de las prioridades para quien ocupe el 10 de Downing Street.

El aire coñón que le da ese despeine estudiado —algodón de azúcar de feria— que parece haber sido cortado con tijeras de podar, le ha acompañado hasta el momento de rendirse, en el zaguán del 10 Downing Street, al no poder sacudirse la condena de sus propios ministros que, tras darle la espalda, huyeron de estampida.

Sin ser una sorpresa, porque desde el principio sabían quién era: un populista con la soberanía parlamentaria, los negocios, la administración pública, el poder judicial, los abogados de derechos humanos, la BBC y la economía de libre mercado thatcheriana, en el punto de mira; y sin derrochar entusiasmo por la cuenta de resultados; solo reaccionaron cuando vieron que —con sus continuas muestras de quiebra de la credibilidad e integridad— se llevaba por delante a su partido y a todos ellos.

Para quienes le abandonaron, además de una gestión desastrosa de la pandemia, sus fiestas con alcohol —mientras el resto del país se encontraba confinado para evitar los contagios, por culpa del coronavirus— fueron un síntoma más de su extravagancia. Pero la gota que desbordó el vaso de la paciencia fue la torpe gestión de las denuncias de acoso sexual contra un cofrade político.

Sirviéndose de un contagioso regocijo, imagen de bonhomía, alergia a dar malas noticias y destreza indudable para identificarse con el ciudadano de a pie, fue consolidando su mayor logro: la capacidad de llamar la atención.

Con ocasión de un acto de promoción de los juegos olímpicos para Londres, ciudad de la que fue alcalde ocho años, ni corto ni perezoso, hizo las delicias de quienes han convertido la política en un divertimento sin límite alguno, colgándose de una tirolina, algo más propio de ejercicios militares o de un parque de aventuras.

La desvergüenza con la que lograba camelar a sus votantes tuvo que ver con una mayoría absoluta para los tories —que no se conocía desde los tiempos de Thatcher— y con una aventura ruinosa para el Reino Unido: el Brexit.

En plena tormenta por la guerra, se mostró firme y decidido a la hora de prestar apoyo a Ucrania contra la brutal agresión rusa. Viajó a Kiev en varias ocasiones, para reunirse con Zelenski, y cumplió sus promesas, con suministros de armas e inteligencia. Esto le granjeó simpatías, pero la hoguera de la vanidad ya ardía.

La capacidad para llamar la atención fue su mayor logro, así como la facilidad para reinventarse, en función de sus intereses y necesidades, lo que le llevó a exclamar: “Este es el oficio más bonito del mundo”. Que se lo digan a la familia de quien fue, durante tanto tiempo, primer ministro de Japón, Shinzo Abe, asesinado años después cuando mitineaba en un acto electoral.

La última oportunidad que tuvo para lucir galones fue en el Museo del Prado. La contemplación, en solitario, de Las Tres Gracias —la obra más famosa de Rubens— se convirtió en una de la imágenes de la Cumbre de Madrid.

La verdad acabó por alcanzarle, los hechos acabaron importando y sus rutinas de actuación finalmente se agotaron. Bolero compulsivo, no fue capaz de entender que mentir en democracia se acaba pagando caro.

El heterodoxo descabalgado del poder, que no se ha sentido atado por las normas de inhibición impuestas a los simples mortales, fue exponente indiscutible de un paradigma de nuestro tiempo: la mentira inmoral y democrática, que convierte al político en una rémora perniciosa.

Creador de un estilo irreverente, plagado de ironía y medias verdades, con una mentalidad de gobierno de “moverse rápido y cambiar las cosas”, Boris Johnson ha resultado ser el epitome del fin de la épica inútil.

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