Ando estos días, queridos y queridas, metido en medio de un par de libros a los que aludiré para ir abriendo boca en esta columna que compartimos. Los dos tienen que ver un poco con la distopía, también con la peripecia vital y, además con posibles mundos futuros que, para mí, tienen mucho de inquietante. Llegaron a mí de diferente manera. Uno fue un regalo por parte de profesores y alumnos de un encantador club de lectura científica, que agradezco sobremanera. Y el otro, la ópera prima de un jovencísimo escritor y avezado estudiante de disciplinas científicas —físico y terminando ahora matemáticas—, al que no conozco personalmente, pero con el que creo que comparto cierta visión menos tecnológica y más esencialista de dichos ámbitos del conocimiento. Estoy pasándolo bien con la lectura medio encabalgada de una y otra, lo cual me sorprende a mí mismo, ya que no estoy especialmente interesado en el mundo distópico. Pero bien... Ya les contaré un día más en detalle...

La cuestión es que una y otra obras me sirven ahora para enmarcar mi reflexión de hoy. Y esta no es otra que mi preocupación, creo que fundada y fundamentada, por el cariz que están tomando los acontecimientos, con algunos elementos ya presentes en relación con un hipotético futuro hipertecnologizado, sin que parezca haber matices ni alternativas. Un poco en la línea de lo que nos presentan ambas novelas, pero también en lo que se palpa cuando se escucha a determinados “gurús” de la virtualidad, la hiperconectividad y ámbitos parecidos. Y yo pregunto... ¿es eso mejor? ¿Y... tiene que ser así, sí o sí?

Porque no cabe duda de que las herramientas actuales y las que vendrán, fruto de la explosiva evolución tecnológica de los últimos tiempos, son potentes, atractivas y muy útiles. Eso, por descontado. Pero ¿cuál será su uso? ¿Aportará algo? Les pongo un ejemplo: hoy ya puedo tener en casa un frigorífico conectado al mundo, de forma que los proveedores incluso puedan reponerla según mis gustos y según el aprendizaje del propio cerebro del electrodoméstico, lo cual puede ser fantástico en determinados contextos o situaciones. Pero... ¿me aporta algo a mí? No, en absoluto. Porque yo, queridos amigos y amigas, prefiero charlar un rato con Ernesto, Fran o Pura cuando me acerco al mercado, alabar las virtudes de la verdura fresca de Juan viéndole muchas veces allí, o “botar unha parrafada” con alguien el día que tengo la suerte de poder ir a comprar sin demasiada prisa. Creo que la tal nevera interconectada está bien como concepto pero que, a la vez, la misma conforma un modelo de sociedad que seguramente le interese mucho al proveedor de la nevera, al de los chips o, especialmente, al de esa inmensa plataforma en línea que sirve casi todo en medio mundo, y que abre nuevas líneas de negocio así, arañando un mayor valor añadido a su actividad. Tanto, que incluso quizá me plantee regalarme la nevera a cambio de ser mi proveedor en línea... Pero no. Por mí, unos y otros pueden contarle su inventiva a otros. A mí no. Porque creo que, por encima de todo, contribuye a una visión de la sociedad en la que no creo ni me interesa... Y prefiero arriesgarme a tener algún día la nevera vacía, apostando por otro modo de vida mucho más apegado a lo real, y menos a lo cibernético.

Esto me recuerda a una historia que conocí hace tiempo. Tiene que ver con la sociedad rural de antaño y la de hoy. Y, más concretamente, con una comunidad rural de un país en vías de desarrollo donde alguien les compró una enorme máquina cosechadora, de forma que entre dos personas se hacía así el trabajo que antes de eso realizaban casi doscientas. Todo fue eficiencia. Pero el día que la máquina comenzó a trabajar los problemas empezaron a dar la cara. Porque la sociedad rural había estado organizada por siglos en torno a tales tareas, y las personas estaban ocupadas y tenían en ella un sitio. Ese día una buena parte de los jornaleros locales quedaron cesantes, al menos parcialmente. Y aparecieron entonces con fuerza las adicciones, la frustración, la exclusión y, a partir de ahí,... la violencia. No quiere decir esto que la máquina fuese mala en sí, ni que el progreso sea negativo. No. Pero sí que es precisa una mirada profunda e inclusiva a los cambios, teniendo muy en mente el objetivo.... Y, ¿cuál es este? ¿Una eficiencia tal de los procesos realizados por las máquinas que las personas no sean necesarias? Bien pero... entonces, ¿qué harán estas? ¿Cuáles son los planes de contingencia? Todo eso hay que preverlo, porque está ahí. Y, no sé por qué, me da que caminamos rápido hacia horizontes sin tener en cuenta su encaje, en tales términos, con otros aspectos muy importantes de nuestra construcción social y, a la postre, de nuestras vidas.

Por otra parte me resisto a que se venda como absoluto paradigma de lo maravilloso a la inteligencia artificial. ¿Es fascinante? Sí. ¿Es útil? Sin duda. Pero... ¿cuál es su sitio real en nuestro mundo? Miren, para explicar mi postura siempre le digo a mi interlocutor que sí, que su teléfono móvil es un artefacto maravilloso respecto a los ordenadores más grandes de hace pocos años, y que la evolución de todo ello es increíble, pero también les insisto de que cada uno de ellos es portador de un cerebro maravilloso, al cual la inteligencia artificial no le hace la más mínima sombra y que es un verdadero milagro de la Naturaleza, que hay que entrenar y saber encauzar. ¿Inteligencia artificial? Sí, sin duda. Pero sin perder de vista el inmenso potencial y la enorme capacidad de la inteligencia natural. De la suya, de cada uno de ustedes. Y es que si lo que está hecho de silicio es alucinante, no les cuento el nivel de sofisticación de los que somos de carbono...