Estas dos últimas semanas se ha producido en Galicia y en otras comunidades una terrible oleada de fuego que muchos expertos ven como el adelanto de lo que se teme pueda suceder en los montes durante el largo y tórrido verano que nos espera, y solo un atisbo de lo que llegarían a ser, en un futuro que ya está aquí, los incendios forestales en la nueva realidad climática. En un ambiente muy seco y en plena ola de calor se han activado fuegos dispersos de manera simultánea, una circunstancia que complica notablemente su control y extinción. En las primeras olas de incendios de este año influyen causas crónicas que forman parte de la emergencia ambiental que estamos viviendo, aunque no sean consecuencia directa del calentamiento global, como el despoblamiento progresivo y constante en los entornos rurales, la sustitución de cultivos y pastos por una masa forestal continua y el abandono de la explotación y gestión sostenible de estos bosques. Pero en lo que sí hay una relación directa e inmediata es entre los fuegos, la reducción de la pluviosidad durante lo que va de año y la intensa y duradera ola de calor que sufrimos y que nunca había llegado a tan altas temperaturas en esta época del año, con el verano aún en su primer mes. Si sumamos a ello fenómenos naturales típicamente estivales como las tormentas secas, con aparato eléctrico y vientos cambiantes (hasta ahora, las hipótesis más fiables de muchos de estos incendios corresponden a rayos, aunque sería conveniente una exhaustiva labor de investigación para aclarar este extremo), con comportamientos nunca antes vistos, estamos ante una situación “extrema”.

Más de 32.000 hectáreas calcinadas, millar y medio de personas desalojadas, un centenar de casas arrasadas o afectadas, cortes de carreteras, suspensión de los trenes y el AVE. Es el balance de los fuegos que comenzaron a declararse en la comunidad desde la noche del jueves al viernes de la pasada semana como consecuencia de una abrupta tormenta eléctrica que descargó más de 6.000 rayos por toda la comunidad en un fenómeno que la Xunta calificó como “absolutamente inusual y no propio de Galicia” tras jornadas excepcionales de temperaturas muy extremas. Los dos incendios más grandes, en Carballeda de Valdeorras y Folgoso do Courel, se erigieron en los más voraces, entre dramáticos testimonios de los vecinos. Muchos de ellos, pese a la orden de desalojo, regresaron a sus pueblos para proteger sus casas. Cuando la mayoría de los incendios estaban perimetrados, y por lo tanto, en fase de control, los vientos cambiantes reavivaron las llamas y el fuego volvió a desbocarse. Esos dos fuegos ya forman parte de la historia negra de los desastres ambientales de nuestra comunidad al ser los mayores nunca registrados.

Lo ocurrido estos días en Galicia, que se encamina a su segundo peor año de incendios de la última década, ha sorprendido a las autoridades. Por varias razones: porque la mayoría fueron provocados por esa tormenta eléctrica y porque el fuego se desplaza de manera errática y con extraordinaria virulencia, lo que complica sobremanera su extinción. Nunca antes se había observado este comportamiento, según los especialistas, lo que hizo que no funcionasen las habituales técnicas de extinción.

Los dispositivos de extinción de incendios en Galicia se han visto en la tesitura de renunciar a extinguir con todos los recursos frentes activos para atender urgencias más acuciantes, como aquellos que amenazaban núcleos poblacionales o grandes masas boscosas. A la magnitud de los fuegos declarados en el propio territorio se sumaron otros que saltaron por la frontera desde Portugal, país que ha declarado el estado de contingencia y ha vuelto a rememorar el drama de los terribles incendios de 2017 en Pedrógrao Grande. La combinación de fuego y altas temperaturas no solo ha castigado a Galicia. La extrema climatología está causando fuegos devastadores incluso con víctimas mortales en Extremadura, Castilla y León, Cataluña, Aragón y Andalucía. También en el sur de Europa como Francia, Italia y Grecia.

En algunos territorios se ha optado por dejar avanzar determinados fuegos (una estrategia que, a una escala mucho mayor, hasta hace poco mirábamos con extrañeza en los grandes incendios desatados en entornos tan distintos como California o Australia) porque a lo sumo solo quemará una superficie inferior para centrarse en otros con un potencial destructivo mucho mayor, lo que demuestra hasta qué punto las reglas del juego están cambiando y por qué el riesgo es ya extremo.

Es necesario a nivel general priorizar y utilizar una inteligencia estratégica. Pero también evaluar si los medios de extinción son los adecuados en un nuevo contexto. Tampoco es suficiente la colaboración de la Unidad Militar de Emergencias (UME) del Ejército, que se ha tenido que multiplicar por varias comunidades. Toda contribución para mejorar esta estrategia y cómo hacer frente al fuego vuelve a ser necesaria, pero sería de agradecer no recaer en polémicas oportunistas de otros años. Sobre todo, ante la realidad de la insuficiencia de los medios y personal, al menos en los casos extremos en que haya simultaneidad de incendios y de esta virulencia. Sin embargo, es difícilmente entendible y justificable que concellos de Ourense, una provincia abonada a los incendios año tras años, todavía hoy no tengan operativas sus brigadas municipales para atajar el fuego.

Durante los dos o tres próximos meses los responsables de la lucha contra el fuego lamentablemente se encontrarán con situaciones en las que establecer un orden de prioridades no siempre fácil de explicar, y deberán reclamar una vez más la colaboración y responsabilidad de los ciudadanos. Esa será la urgencia. Pero también deberán reflexionar sobre qué grandes cambios en la gestión de nuestro medio y en las estrategias antiincendios debemos abordar.