Les saludo en este último artículo del verano de 2022. Conforme a lo previsible, los días han ido pasando y... en breve estaremos ya en otoño. Será a las 03.00 del próximo viernes, día 23, cuando tenga lugar el equinoccio. Disfruten, mientras tanto, de este adelantado “veranillo de San Miguel”, tiempo de higos y de uvas. Y... a seguir.

Paralelamente a la actividad cósmica y telúrica, los humanos nos empeñamos en seguir a lo nuestro, imbuidos de actitudes y prácticas, creencias e ideas que se enraízan profundamente en un pasado que nos ha dado grandes avances y satisfacciones, pero en el cual no hemos sabido abordar de forma satisfactoria grandes cuestiones pendientes. Y cuando digo “de forma satisfactoria” estoy pensando en algo que sea positivo para el conjunto, no solamente de forma orientada a determinados grupos de interés cuya satisfacción puede que a veces choque frontalmente con el denominado bien común. Pues bien, hay temas enquistados que, después de décadas de hablar de ellos, siguen fuera de cualquier tipo de control, o incluso evolucionando a peor.

Uno de ellos es el hambre. No es el objeto de este texto, y lo abordaremos en breve. Pero tomen nota de las cifras. Unos cincuenta millones de personas sufren en este momento crítico, ahora mismo en que usted me lee, un hambre muy severa que mata a un ser humano cada cuatro segundos. Esta lacra, concentrada fundamentalmente en territorios del este africano, pone también en situación de extrema vulnerabilidad a un colectivo más amplio, de casi cuatrocientos millones de personas en total. Y sobre ello se habla, se pontifica y se genera mucha teoría por parte de sesudos funcionarios internacionales pero... —y esto lo he visto sobre el terreno más de una vez— no se acometen las reformas globales adecuadas por falta de voluntad real de hacerlo. ¿De quién? Bueno... hablaremos de ello.

Hoy voy a otra cosa, más centrada en nuestro país, pero también en torno a cuestiones que tienen en común con las precedentes la capacidad de producir pobreza y exclusión. Y también hambre, aunque a niveles mucho menos absolutos que los descritos en el párrafo anterior, gracias a redes personales y comunitarias de soporte que aquí aún funcionan. Ojalá que lo sigan haciendo mucho más tiempo.

En relación con esto último, puedo asegurarles que algo me duele en lo más profundo cuando escucho a políticos irresponsables ese mefítico “vamos a bajar los impuestos”. O cuando, como mantra interesadamente desenfocado del análisis de esta época, los mismos nos cuentan que será la propia dinámica del mercado la que propicie una situación que equilibrará la actual desigualdad creciente en la distribución de la riqueza. Dirán también que el enriquecimiento exagerado de unos pocos redundará, sí o sí, en mejoras para la mayoría. Y no es verdad. Eso nunca ha sido verdad.

Y es que no es cierto, y a la evolución más reciente de los parámetros relacionados con ello me remito. Como tampoco se puede apelar a una bajada de impuestos como solución de todos los males que me parece, sobre todo, una temeridad. Una concesión a un cierto estado de jungla, en el que cada uno de los ciudadanos o ciudadanas sobreviva mejor o peor según sus propias posibilidades de partida. Algo que ya está inventado hace mucho tiempo y que, en líneas generales, nunca ha dado mayor resultado que el de propiciar sociedades menos vivibles desde todos los puntos de vista.

Si se bajan los impuestos y el listón del déficit ya está tan al límite como está, tal medida solamente puede llevar a muchos más recortes. O que, si lo hace una autonomía —y vean la receta que copia ahora la Andalucía de Moreno al Madrid de Ayuso—, le financie finalmente el Estado con los impuestos de lo de todos. Es decir, es una apuesta directa y clara por la desigualdad. Por mayores cotas de inequidad. Y por una sociedad peor, mucho menos solidaria. Les aseguro que no me sobra el dinero y que, en el campo laboral al que hoy me dedico, mi jornada —y su remuneración asociada, claro está— es este año a tiempo parcial. A medio tiempo. Y, sin embargo, clamo por una necesaria subida de impuestos, que nos equipare relativamente a los países más adelantados de nuestro alrededor. Necesitamos pagar más... ¿Por qué? ¿Estoy rematadamente loco? No, simplemente me gustaría transitar por mejores carreteras —¿han visto ustedes la A-6?—, que hubiese una tasa de reposición de personal adecuada en la sanidad o en la educación públicas, o que se terminase con la ignominia de esperar ocho, diez o doce meses por pruebas médicas consideradas urgentes. Para eso hace falta voluntad, claro que sí. Pero, sobre todo, recursos. Porque es imposible una mejora en la cartera de servicios de cualquier administración si, para ello, no se cuenta con los fondos adecuados. El papel lo aguanta todo, claro que sí. Pero nunca será un ejercicio real, sino un espejismo colectivo fruto de la necesidad de unos por aferrarse al poder y de la falta de análisis crítico en nuestra sociedad.

Lo de todos funciona con recursos y, en tiempos como estos que tenemos y que vendrán, los mismos tendrán que aumentar. Y, obvia y consecuentemente, nunca disminuir. Apostar por uno de esos dos verbos implica, sí o sí, hacerlo por un modelo u otro de sociedad, se diga o no. Y, haciendo una u otra cosa, hay quien se retrata.

Feliz equinoccio. Feliz otoño. Felicidad.